lunes, 27 de enero de 2014

Terrario

No hace falta más que echar un vistazo ahí fuera para tener claro que vivimos en la  selva, y que es la ley del más fuerte la que nos ampara. Tenemos nuestra manada, protegemos con la vida a nuestro clan, perpetramos incursiones en terreno de otro macho alfa o detectamos enseguida a una hembra dominante. Salimos a cazar, y matamos si hace falta en el momento que vemos amenazado nuestro poder, nuestro territorio, nuestro status. Nos dominan los instintos, los mismos que tratamos una y otra vez que desaparezcan. Controlar los celos, la ira, el deseo, es el deporte de la modernidad. Llenamos los gimnasios para descargar la energía que no gastamos en saciar nuestros impulsos, las salas de yoga para encontrar la paz que a diario nos empeñamos en destruir.
Maquillamos nuestra esencia  animal con todo lo que esté a nuestro alcance. Todo lo que no pueda pasar por el rígido listón de la racionalidad y la asepsia es tabú, lo desechamos, lo atribuimos a culturas subdesarrolladas y ciegas. Bendecidos por la inteligencia postmoderna de la tecnología, olvidamos  lo que somos, la esencia, la identidad.
Hace unos meses, Katia me recomendó gentilmente un libro. Para las personas que son todo pasión recomendar gentilmente es insistir,  porque sabes que lo que quieres para el otro es bueno. Cuánto me alegro de los aún se saltan las normas de contención social y llegan a tu vida con aires nuevos. El libro era  Gente Tóxica, de Bernardo Stamateas, y está lleno de  pasajes de una clarividencia absoluta, así como también es de gran ayuda a la hora de perfilar personajes. Los mismos con los que luego hay que lidiar a diario, y no solo en el papel. Al principio de uno de sus capítulos, una leyenda:

Una serpiente estaba persiguiendo a una luciérnaga. Cuando estaba a punto de comérsela, ésta le dijo: "¿Puedo hacerte una pregunta?"  la serpiente respondió:  "En realidad nunca contesto preguntas de mis víctimas, pero por ser tú te lo voy a permitir". Entonces, la luciérnaga preguntó :"¿Yo te he hecho algo?" "No", respondió la serpiente. " ¿Pertenezco a tu cadena alimenticia?", preguntó la luciérnaga. "No" volvió a responder la serpiente. "Entonces, ¿por qué me quieres comer?", inquirió el insecto. "Porque no soporto verte brillar", respondió la serpiente.

Hay quien nace luciérnaga. Y durante toda su vida, por mucho que se empeñe en ocultarse, brilla. Puede ponerse todas las capas que quiera, puede renegar de sí misma y en su soledad rezar para que se apague la luz que la hace ser diferente; pero brilla. Hay quien nace serpiente, y por mucho que se afane en cambiar su piel, en cultivar afeites, en disimular modales, en su esencia, es para siempre serpiente. Las serpientes no se dedican a buscar y matar luciérnagas, ellas se dedican más a inyectar veneno en todo lo que se mueve alrededor,  pero si por casualidad vislumbran a lo lejos alguna no pararan hasta que la hayan exterminado, o mueran en el intento.
Hoy era un día de esos en los que solo me salían cuentos de serpientes... o de luciérnagas:

 LA NOTA
Con los ojos encendidos, escribió la nota cuidadosamente, con la mejor caligrafía que le dejaba su temblorosa  mano de uñas recién pintadas: “Nada me contentaría más que te recuperaras, pero como al parecer no lo haces, voy a intentar ayudarte…” A continuación le recomendaba unas tisanas que le habían dicho que eran buenísimas para su mal, y la dejó en lo alto de su escritorio al salir.
A ella, sin embargo, le hubiera encantado escribir la verdad: “Nada me contentaría más que te  murieras, pero como al parecer no lo haces, voy a intentar ayudarte…”


P.d : Para aquellos deseosos de saber qué fue de Isabelita Cela (ver post anterior), mientras me decido a continuarla o no, pueden saciar su sed de venganza y otras oscuridades disfrutando de la lectura de Luna Caliente, de Mempo Giardinelli. Una novelita corta que es inmensamente grande en esos lances. Un disfrute.

martes, 14 de enero de 2014

El lado oscuro

Todos tenemos una parte escondida a los ojos ajenos. Un resquicio íntimo y taimado que no queremos que nadie vea. Ya sea por timidez, miedo a ser juzgados o retorcida vanidad, apartamos nuestro pequeño espacio de la luz cegadora del conocimiento del otro. Para algunos, su lado oscuro es un “lo siento, no te he visto” que rezuma falsedad, un bombón de más a escondidas,  una mirada de celos, un “lo olvidé”  cuando fue totalmente a propósito. Otros, sin embargo, bajo una apariencia benévola ocultan un tirano, una hidra, un sádico vampiro que succiona todo lo que encuentra a su paso.
Todos tenemos nuestra parcela de locura. El vértigo es descubrir la de los otros.
Podemos convivir pacíficamente con nuestra locura, una vez que nos convencemos  de que luchar contra ella es un gasto de energía inútil. Lo que no quiere decir que no se revele de vez en cuando sin que nos alteremos lo más mínimo.  Sin embargo, se nos eriza el vello solo de pensar en el grado  y la naturaleza  de la locura de, digamos, cualquiera. En la historia del primer post, Diagnóstico, cuando ella descubría el hilillo de sangre que asomaba a la comisura de los labios de su pareja después de volver de caza, el terrorífico miedo es el que nace de que el otro no sea lo que nosotros creemos.
Nos  fascina, en la misma medida que nos asusta, el brillito del colmillo, la ceja levemente arqueada, la media sonrisa del escalofrío.
Horacio Quiroga tiene un magnífico recopilatorio de relatos titulado Cuentos de amor, de locura y de muerte. En uno de mis cajones, había un relato donde conviven los tres:

LA CAJA
Hay una caja en el alma donde se guardan todos los demonios, como en la de Pandora. Paul Beltrán sintió que la suya se había abierto de par en par  hacía no más de dos horas, cuando al volver  a ver a Isabelita Cela, confundida entre una multitud que salía de unos grandes almacenes, se le cayó a los pies algo más que la bolsa donde llevaba la caja del anillo.
Podía haber pasado en cualquier otro momento, podía incluso, no haber pasado nunca y así hubiera podido seguir adelante con su olvido, pero tuvo que ser precisamente la tarde en que por fin se decidió a cambiar de vida cuando su imagen se le paseó por delante, como a tres metros, sonriente y distraída como salida de un mundo feliz y sin preocupaciones.
Parecían no haber transcurrido  por ella los trece o catorce años que llevaba sin verla, desde cuando la dejó atada y amordazada después de asestarle sin querer el golpe que con más ganas jamás había dado en su vida y salir huyendo hasta aterrizar en este país. Del suyo apenas recordaba ni quería recordar nada.
Isabelita  lucía el mismo porte altivo, la misma nariz respingona de los que siempre andan como por encima de los demás, y sólo un par de arruguitas en la comisura de los labios delataban que ya no era tan niña. No había perdido la figura, ni la rotundidad de sus miembros alargados. A cualquiera que la hubiera contemplado, como ahora él, en la distancia, nada le hubiera hecho sospechar que una vez escapó de la muerte.
Isabelita Cela. Qué ironía. Ahora que ya había conseguido olvidarla, ahora que ya había llegado a un estado lo más parecido posible a la tranquilidad, resulta que se la cruza por la calle en su misma ciudad, y viva, sí señor, vi-vi-ta. 
            No iba a quedarle otro remedio que dejar sus planes para otro día. ¿Qué tal si por esas casualidades de la vida Isabelita y Beatriz coincidían en el gimnasio, o en las clases de pintura? Seguro que con la suerte que tenía Isabelita acababa contándole a la que iba a ser su mujer en confidencia la mala experiencia que tuvo hace tantos años. No iba a permitirlo. Esta vez, ya lo tenía decidido.

jueves, 2 de enero de 2014

Detrás del Zumbayllu

"El canto del zumbayllu se internaba en el oído, avivaba en la memoria la imagen de los ríos, 
de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos." 
José María Arguedas. Los ríos profundos.

             El Zumbayllu es una peonza de colores con agujeros. Cuando se baila produce un sonido que simboliza los sueños, la libertad; una espiral expansiva en constante renovación, la fuerza de una revolución de deliciosa locura. 
            ¿Quién, con mi historial, no se enamoraría de esa imagen? Caí rendida a los pies del zumbayllu nada más encontrarlo en la novela y a falta de destreza para los nombres bien sonantes, elegantes y con misterio, me escondí detrás de la enigmática palabreja. Me escondí, literalmente: fue mi pseudónimo durante mucho tiempo.
            Detrás del zumbayllu están muchas historias que, a falta de técnica, eran todo pasión. Borbotones de lágrimas o risas incontroladas derramándose por los renglones sin contención ni moderación alguna. La mayoría todavía andan en el disco duro de algún ordenador, o garabateadas en las hojas de cualquier libreta que encontrara a mano.
            Esta, que se me viene a la mente en este post de nostalgia, que para eso estamos en año recién estrenado, tuvo más suerte, y se publicó en un volumen junto con otros relatos de reducido formato  que recuerdo con alegría, pues los organizadores del certamen lo presentaron en una fiesta, y el microcuento fue dramatizado en el escenario. No cupe en mí de gozo.
           
              EL TIEMPO
           "...Fue como si de repente, a un reloj perfectamente sincronizado, se le pararan de golpe todas las piezas. Y sonó. Sonó un frenazo agudo, chirriante, y se escuchó como si todos los resortes aguantaran estirándose hasta el máximo para luego saltar disparados. Pude oírlo. También pude verlo, primero como en esos documentales en los que te enseñan las entrañas de cualquier maquinaria, y luego como en los dibujos animados cuando por exceso de aceleración a un personaje le estallan los muelles. En términos más físicos, la sangre corría a galope tendido sin saber muy bien hacia dónde y el corazón se salía por la boca; una lágrima, osadamente, se asomó al ojo izquierdo, pero se ve que se asustó, y no llegó a tirarse de cabeza. Luego, ya más calmada, me pareció de un presuntuoso en grado sumo que tu visita tuviera algo que ver conmigo. Recogí mis piezas y me las guardé en el bolsillo. Menos mal, porque a lo mejor podrías haber tropezado con alguna de ellas al pasar por mi lado como si nunca hubiéramos sido quienes fuimos"

Publicado en Los vicios solitarios, Ed. Igriega, Noviembre 2003

              Tiempo después aprendí que las lágrimas ni se tiran de cabeza ni se suicidan, cosa que me ha ayudado muchísimo en mis evoluciones posteriores, pero me hizo perder la inocencia.