domingo, 20 de abril de 2014

Cardiomegalia

             Me advierte mi personal sanitario de cabecera de los riesgos de la hipertrofia del corazón, menos mal que hay bastantes probabilidades de que eso no me ocurra jamás. Al menos eso es lo que seguramente piensan quienes me han visto asesinar mujeres y niños sin inmutarme siquiera, permanecer impertérrita ante alguien que llora, recoger cadáveres de las bañeras, desmembrar nombres sin piedad. Para los que ahora abren los ojos atónitos pueden encontrar pruebas en los posts anteriores o en el libro que recoge algunos de mis relatos: Un corazón de hormiga, en el que, quitando el que le da título, solo habitan horrores de ese calibre.
           Solo quien se ha acercado de verdad, sin prejuicios ni estereotipos que satisfacer, ha podido ver que en realidad tengo el corazón de cristal, roto y una y mil veces desde que late, con el recubrimiento hosco e irregular que deja la pátina de capas superpuestas de superglue. Con tal ejemplar dentro del pecho, por mucho que me empeñe, no puedo escribir de otra cosa que no sea de amor, me dijeron una vez. Eso explica muchas cosas.
             Sin embargo , se ve que disimulo bastante bien. Opina uno de los psicólogos del público que es que tengo mucha rabia contenida, pero eso lo trataremos otro día, hoy, intervención de urgencia a corazón abierto.

             SIEMPRE

                Sintió el inequívoco pellizco en la boca del estómago al salir a la puerta, mirar hacia ambos lados, y no verlo llegar aún. Se miró los zapatos, se alisó el vestido y se retocó un poco el flequillo. Haciendo tiempo, disimulando los nervios que le producía la espera. Resopló. De no haber dejado de fumar esta era una de esas ocasiones en las que no desaprovecharía fumarse un cigarro. Miró el reloj.
                En realidad tampoco se estaba retrasando tanto. Ella, como siempre, se había adelantado un pelín a la hora acordada por entusiasmo, por las ganas de verle hoy otra vez, y ahora le tocaba sufrir las consecuencias de su precipitación.
        Volvió a mirar hacia el final de la calle, por donde él debía aparecer, e instintivamente dio unos pasitos en esa dirección. No. Hoy, le tocaba a él. Habían quedado. Vendría.
                Lo vio venir de lejos. Hubiera reconocido aquella cadencia al andar entre todas las del mundo. Aunque aún no alcanzaba a ver su cara no iba a equivocarse. Casi podía escuchar como el talón de su bota izquierda rozaba levemente con la losa de granito al adelantar el pie.
               Pudo sentirse el pulso acelerado en las sienes y en las venas del antebrazo. Le temblaban ligeramente las piernas, por un momento se arrepintió de haber elegido unos zapatos con un poco de tacón.
             Cuando él llegó a lo alto de la colina se miraron a los ojos, se dedicaron una sonrisa, y siguieron el camino hacia el parque cogidos de la mano.
            Después de veintitantos años pensando que no volverían a verse, había que celebrar cada día que sus respectivos hijos hubieran elegido para ellos, sin saberlo, unas residencias que solo distaban unos cien metros, y que nunca vinieran a visitarlos.


           PD: Agradezco de corazón a aquel maestro, D. José María Alcántara, que no me dijo que no cuando alargué el brazo en la biblioteca del colegio y cogí por primera vez Cien años de soledad. Tenía doce años. Crónica de una muerte anunciada la leí en una noche febril de verano, mientras mi madre me gritaba de vez en cuando que apagara ya la luz, pero yo no podía dejar el relato. Ahorré religiosamente para regalarme por navidad unos libros que no formaban parte del programa de mi carrera : La hojarasca, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Ojos de perro azul, La mala hora, Los funerales de la mama grande. Y cómo los disfruté. Recuerdo con emoción mi veintiún cumpleaños porque el regalo fueron los Doce cuentos peregrinos. Jamás me he recuperado de la revelación descarnada que supone leer Del amor y otros demonios, otro hermoso regalo en una mañana de luz que nunca olvidaré. Si alguien me preguntara alguna vez cuál es mi novela de amor favorita, la respuesta sería sin dudar un segundo El amor en los tiempos del cólera. 
          
           Hay a quien no le gusta Gabriel García Márquez, aunque ahora ya se sabe que para todos será un gran genio. Para mí, cualquier ocasión es buena para revisitarlo. No tengo que buscar demasiado, siempre lo llevo en el corazón.

miércoles, 2 de abril de 2014

Sonrisas

       Pese a lo que pueda parecer, por mis recientes muestras de capacidad pulmonar en profundidades abisales, a  mí me encanta reírme. Y me río sano y bien. Tengo una sonrisa de esas pícaras para las ocasiones en que se precisa discreción e ironía, pero a mí como me gusta reírme es a carcajadas, con las lágrimas rodando por la cara y sin medida. Eso de no tener medida para sentir es algo que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Un inconveniente es que cuando se trata de algo malo, también se vive intensamente, como si no hubiera salida de los abismos, como  si no existiera nada más que ese frío que te ocupa. Una ventaja es que puedes darle la vuelta a cualquier cosa y reírte de lo que menos se piensa, no necesitas demasiado para que te asome la sonrisa, y a veces vas como a dos metros del suelo, con una risita por fuera de cosas que solo tú ves por dentro. A veces no hay otra arma más eficaz contra la realidad diaria.
          
          Apartémonos hoy un poco del negro, que ya ha llegado la primavera, con todo su peso en alteraciones varias, y otro día hablamos de ciclotimias.

DEPORTES DE RIESGO

          Cuando me lesioné la espalda el verano pasado  y no podía mover el cuello sin que una especie de puñal se me clavara a la altura del omóplato izquierdo, y dado mi absoluto rechazo a medicarme a las primeras de turno, pensé en la Fisioterapia. Consulté con los amigos, y todos coincidían en que lo más seguro es que me aliviara  un tratamiento de ese tipo, pero lo malo era  que los que lo habían probado decían que dolía bastante mientras te trataban. Arriesgándome, empujada  por el  horrible dolor que sentía, y no sin antes darle más de una vuelta, decidí visitar un centro especializado.
      Una vez disipadas todas las dudas sobre mi historial médico y de explicar puntualmente la causa de mi lesión en la consulta, me tumbé en la camilla. Durante casi tres cuartos de hora, y en silencio, unos brazos fuertes me colocaron en posturas imposibles, me retorcieron y crujieron casi todos los huesos del cuerpo, me tocaron el interior de las muñecas, el vientre, las axilas, la mandíbula, el cuello y los pies. Estaba tan admirada de la destreza, de la delicadeza con que manipulaban cada coyuntura, cada músculo, de la presión justa que imprimían en cada gesto esas manos, que no me resistí en ningún momento. No podía entender como algunos habían osado comentarme que tuviera cuidado, que iba sentir dolor.
          No sé si fue que la camilla estaba justo debajo de un ventanal por el que entraba una luz espléndida y que podía entrever las pocas veces que abría los ojos, la suave música de fondo, o  los aceites que iban aplicándome en la piel, lo cierto es que para cuando algo rozó por casualidad mi nariz en una de las posturas, y pude oler el perfume que emanaba esa piel, yo ya me había abandonado.
        No recuerdo haber oído un “túmbate boca abajo ahora, por favor”, pero cuando tenía clavada en la frente y en el mentón la abertura de la camilla, y me desabrocharon el sujetador para poder amasar con libertad la parte alta de mi espalda, abrí la boca desesperada, y cerré con fuerza la garganta para intentar ahogar un gemido de placer sin mucho éxito, al tiempo que contraía con fruición todos mis músculos conocidos de cintura para abajo. Suerte que en estos trances terapéuticos, el quejido contenido es frecuente, sobre todo cuando la lesión es dolorosa. No hubo ningún comentario al respecto, ni siquiera sobre la absoluta relajación en la que me sumergí durante unos instantes, y yo me sentí en la gloria. Me despedí con agradecimiento sincero y augurando no volver en mucho tiempo. 
         Un mes más tarde volví a sentir el pinchazo inequívoco debajo del  omóplato izquierdo. Esta vez, con un episodio agudo, tuve que dirigirme de urgencias al médico. El doctor me recetó  un relajante muscular muy efectivo que paliaría el dolor unos días, pero que no me curaría. Además me aseguró que, lo tomara o no, muy probablemente estos episodios se repetirían en el tiempo, pudiendo retrasarlos únicamente si me pasaba por la consulta de un buen fisioterapeuta con cierta periodicidad.
          Casi le doy dos besos de alegría, pero me contuve. Supongo que no habría entendido por qué, mientras me comunicaba que mi lesión tenía tintes de ser crónica, yo sonreía de oreja a oreja. Era divertido pensar la cara que habría puesto si le hubiera explicado que llevaba ya algunos días dándole vueltas a si sería demasiado doloroso arrojarme a toda velocidad con tacones por la rampa del supermercado, simulando que llevaba mucha prisa, para ver si me torcía un tobillo, o si merecía la pena pagar la carísima cuota del gimnasio de mi barrio con la esperanza de provocarme algún daño haciendo pesas. Lo que fuera con tal de volver a la consulta de Fisioterapia y poder sentir otra vez esas manos sobre mi cuerpo, lo que fuera por tumbarme en esa camilla durante algunas sesiones más. Luego, si mejoraba, siempre podía empezar a salir correr cada tarde, o a practicar algún deporte de riesgo.