lunes, 22 de septiembre de 2014

Ojos Cerrados



"Yo lucho para llevarme bien con mis propios deseos, y luego miro a mi alrededor y veo la salvaje variedad de los deseos de los otros [...]. Y esos otros deseos, esos que no son míos, a veces me parecen equivocados sólo porque no son míos" Sallie Tisdale.

     En estos días de multitud, desde la atalaya privilegiada que me supone el provisional incógnito, me fascina la sensual variedad del aspecto de mis congéneres en este zoo que habito las más de las veces.

     Hay leonas de apariencia temible, de melena dorada y ojos glaucos, cuya fragilidad se mide en el grosor de sus tacones de aguja o el largo de sus rabillos. Suelen ir del brazo de peligrosos lobos de chaqueta y corbata, pero también un paso detrás de cobardes desalmados con distinto pelaje.

     Hay polos con cocodrilos, con caballos, y camisetas negras con calaveras que no tienen fauces, fuerza, y muerte debajo, que lo mismo se abrazan a pérfidas áspides revestidas de gasa y ojos de diosa, que a ángeles cubiertos de capas de grasa y pintura.

     Hay panteras inmensas en cuya bella cintura estriba el misterio del origen del mundo, con melenas negras que te ahorcarían de un zarpazo, que sueñan con besos largos de pieles blancas, amarillas, tostadas y negras.

     Hace tiempo que, liberada de la fascinación sensitiva de la adolescencia, cerré los ojos. Solo así se puede escapar de la oscuridad del mundo. Ese mundo en el que hay quienes, malditas por la bendición de su aspecto, nunca obtendrán la bondad de unos ojos que no estén en guardia.


DOMINGOS DE CAFÉ

     Pasado el tercer gin-tonic, la señora Comares, subida a sus habituales tacones, abre su bolso de buitton y saca el móvil. Tiene el número grabado. 
- Hoy no los quiero blancos.
     Se levanta y acaricia levemente la cintura de gasa de vestido drapeado y se mira el contorno de la cadera, como para recordarse que aún tiene buena figura, y se dirige al baño a darse un retoque antes de salir del salón del cafetería dejando una propina exagerada al camarero con un seco buenas tardes.
     Cada domingo alterno Doña Catalina Piñero, Cata para los más íntimos y la señora Comares para el resto del servicio, viene a tomar café a la capital. Hoy también debería estar en Gaviera´s, el local con más solera de la parte este, con Concha y Lucía, compartiendo chismes de bodas de alta sociedad o contando mentiras de cómo les va a sus hijos en el internado; dilapidando una fortuna en copas con nombre francés y planeando asesinar de broma a sus maridos. 
     El taxi la deja en el aparcamiento subterráneo del hotel. Un discreto botones la acompaña hasta la puerta de la suite 118 y le abre la puerta. Dentro la esperan dos hermosos cuerpos esculturales color café. A él se le nota el gimnasio hasta en las estrecheces del pantalón, a ella se le adivina el cuerpo desnudo debajo del vestido de gasa. Catalina sonríe, y se deja llevar de la mano con docilidad.

     Unas tres horas después llegará a casa como si nada, donde su marido, al saludarla, mentirá que pasó la tarde jugando al póker en el club.

domingo, 7 de septiembre de 2014

La maldición de la tibieza



"Todos los placeres de la vida ni son propios de todos los tiempos, ni de todas las edades y lugares; pero las letras son el alimento de la juventud y la alegría de la vejez; ellas nos suministran brillantez en la prosperidad y sirven de recurso y consuelo en la adversidad"- Cicerón.

   Ser hija de padres viejos no sólo te confía, según la sabiduría popular, la facultad de caerte una y otra vez y pasarte media infancia llena de postillas, arañazos y puntos en la cabeza, sino que te reviste enseguida con un halo de bicho raro, como si hubieras nacido de milagro. Llamarse así remata la faena. La convivencia cercana con la senectud y la muerte te baña sin remedio con la pátina de lo transitorio. Lo presente y relativo arrasa pronto con lo permanente y eterno.

     Admiro a todos y cada uno de aquellos que pronto supieron a qué vinieron a este mundo, cuál era su misión divina, y que esta era, además, la correcta. Miro hacia arriba cuando se trata de próceres, iluminados y combatientes. Yo, a estas alturas, he perdido la Fe: normalmente me debato entre el ombligo y las témporas. La certidumbre se me resiste. Milito incontestablemente en las listas de la duda, me gusta mirar las cosas desde los lados opuestos, en ocasiones a la vez. No me sacia el absoluto.

    Encajo los golpes mejor que los doy. Llegado el momento he rehusado también asestarlos. Girar la cabeza y mirar hacia otro lado me resulta más reconfortante a largo plazo, lo malo es que tal y como está el mundo eso me sitúa al frente del pelotón de los cobardes. Lo terrible es que no me preocupa. 

        Solo hay un refugio cierto donde esconder la mácula de tanta tibieza. 


CULPA

        Había llegado a casa del entierro y no hacía ni tres minutos que había parado de llorar fingidamente. Tras horas de desconsuelo acérrimo, tenía los ojos hinchados y pequeños, inmensamente verdes por el poder de las lágrimas, cierta carraspera en la garganta de aguantar el frío y la lluvia mientras metían el ataúd en el nicho, y el pelo todavía goteando sobre la frente.

     Se quitó el luto obligado de la ceremonia, se dio una ducha, bajó al salón, y tras despedirse de los familiares con promesas de ir a verlos todo lo posible y asegurar docenas de veces que estaría bien sola, se preparó un té y se sentó a la luz de un septiembre líquido que lo inundaba todo por los ventanales.

      Abrió con serenidad el libro y continuó leyendo, y ni por un instante recordó el momento de hacía dos noches, cuando tuvo la oportunidad y sin ninguna piedad le cambió las pastillas que él debía tomar por las que ella había ido acumulando con meticulosidad tratamiento tras tratamiento desde que supo que por fin iba a hacerlo. De madrugada llegó el infarto.

    Otra cualquiera, hubiera cogido el cuchillo, y levantándose la manga del jersey, se hubiera hecho algunos cortes visibles, de la muñeca hacia arriba.