domingo, 16 de noviembre de 2014

De lobos y corderos




The only difference between a caprice and a lifelong passion is that the caprice lasts a little longer.
La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida es que el capricho dura un poco más.

Oscar Wilde.

  Deseamos al de enfrente. No hay remedio. Ya se pueden poner como se pongan la Santa Madre Iglesia y todas las éticas y conciencias del mundo. En la delgada línea que distancia al cazador y a la presa hacemos equilibrios a diario, en el gen incierto que nos separa de la selva.

     Deseamos al de enfrente, al que pasa, al que contemplamos a corta o larga distancia. Lo devoraríamos a dentelladas, o a mordiscos ciertos. Nos hacemos agua con unos labios nuevos, con la imagen de una carne trémula que se eriza a nuestro tacto. Nos palpitan los centros, la sangre se hace latente en la sien y la sed eterna se instala en los huecos.

     Y soñamos, desnudos, vestidos, dormidos o despiertos, con la piel que se amasa con la nuestra, el olor de la marea, el dulzor amargo de los besos lentos. Hay quienes, salados de mar, se ablandan las heridas en sus playas .Hay quienes, piratas eternos, no pueden respirar sino en las islas.



LA DIOSA DEL MURO

     Sólo había una cosa en el mundo que a Paul Beltrán lo sacara de sus centros: Isabelita Cela. Así que aquella mañana de domingo, apuró el paso por calle Real, miró el reloj, y en vez de torcer a la izquierda para llegar a tiempo a su cita, siguió de frente y se metió a hurtadillas en las revueltas de la judería, mirando a un lado y a otro, esperando no encontrarse a nadie que le preguntara a dónde iba, para ir a salir al murete de la calle Vilches. 

     Cuando llegó no había nadie a la vista, respiró hondo, volvió a mirar el reloj, y se dejó caer al sol recostado en el muro, impaciente, sin dejar de fijar la mirada calle arriba, esperando verla bajar la cuesta. Había sido así cada martes y jueves desde hacía dos meses. Paul esperaba apostado en el poyete de la calle, cigarrillo en mano, haciéndose el distraído. Ella bajaba la cuesta, lo saludaba al pasar, y con paso decidido, se perdía a la vista. Pero hoy Paul no podía esperar al martes, ni al jueves, le faltaba el aire si no iba a ver si se cruzaba con Isabela.

     La primera vez que la vio bajar la cuesta fue por casualidad. Había llegado a la altura de la calle Vilches casi corriendo de la rabia, después de haber discutido con Eva, su novia de toda la vida. Había encendido un cigarro nervioso que lo dejó sin aliento y tuvo que sentarse el muro. Entonces bajaba ella, con los pasos ciertos. Tenía la mirada firme de los que nunca bajan la guardia, y la nariz altiva, el tobillo adornado con lágrimas de plata, la melena al viento. Y la vio, como si nunca antes la hubiera visto.

   Y ella pasó, y él cerró los ojos. Y sintió en seguida el dolor conocido en la boca del estómago, y la sangre fluyendo a borbotones, el corazón en la boca. Y entonces la vio tumbada y anhelante, y la probó salada, y la amasó con ansia, y sin prisa, la tuvo segura, jadeante. La devoró despacio. Y se le encendió el deseo, y la rabia, y supo que no iba a haber cosa que el mundo que le impidiera cazar a Isabelita Cela.

     Lo único que Paul, mirada de lobo, colmillo anhelante, no sabía, era que ella, Isabelita Cela , no era, ni mucho menos, cordera.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Miedo



     Nunca he disfrutado con las películas de terror. Me han sobrado siempre las calaveras de gomaespuma y los zombis desarrapados, desmembrados y babeantes. Las sierras mecánicas y las salpicaduras de sangre tampoco han sido lo mío. Aún siento escalofríos cuando recuerdo un episodio de la mítica Mis terrores favoritos que vi cuando niña, donde el cadáver de aquel actor, del que no sabría decir su nombre pero cuya cara no olvidaré nunca, se descomponía a cámara rápida, mientras aún se escuchaba la voz en off de sus pensamientos. La muerte en vida. Fue el primer episodio que vi, y el último, claro.

     En estos tiempos que corren, en los que el miedo mayor que pueden pasar nuestros queridos y sobreprotegidos adolescentes es si van a tener el nuevo iphone el día que se sale a la venta o una semana después, y dado que ellos no ven ni un telediario, hasta puedo entender la necesidad de los cuchillos de atrezzo clavados en la sien, los zombis, los esqueletos, los litros de pintura roja y las negras ojeras. No había tales paños calientes en mis tiempos. Mi madre se empeñaba en recordarme una y otra vez que ella moriría, y que yo tendría que espabilar más temprano que tarde. Antes, morirse era normal y nada afectado, no se escondía ni se disfrazaba la ley de vida. Con pasmosa claridad, mi padre solía decir a menudo que lo único que hace falta para morirse es estar vivo.

     Sobra Halloween, y todas las pelis de siniestras del mundo, cuando el miedo, es el terror que supone que la persona que duerme a tu lado haya de repente dejado de respirar, el temblor que se adueña del cuerpo cuando esperas en una consulta, el terrible abismo de no despertar mañana, la histeria infinita de ver dolor en los hijos, el estallido de una explosión a lo lejos ,el escalofrío inmenso de que una vida esté en tus manos.

     Y para leer en puente de difuntos: El almohadón de plumas, de Ignacio Quiroga, Circe, Casa tomada, La noche bocarriba, de Cortázar, Edgar Allan Poe, Henry James, Doris Lessing, Lovecraft… y tantos otros.



SONIDOS DE LA NOCHE

    Era el último informe que le quedaba por entregar. Con un poco de suerte el mensajero llegaría en seguida y ella podría irse a casa. Se afanaba en colocar unos papeles en el archivo cuando sonó la puerta y con un “pase” sintió el alivio de terminar por fin esta jornada eterna que se le había adentrado hacía horas en la noche.

   Cuando oyó el “buenas noches” a su espalda, un escalofrío seco le recorrió la espina dorsal y se le erizó el vello de detrás de las orejas. Fue suficiente para que, cerrados los ojos, volviera a escuchar los exactamente veinte pasos que había desde la cocina a los dormitorios en la casa en la que pasó su infancia. Entonces el sonido acompasado del roce del talón de su bota izquierda con las baldosas del suelo cesaba, y podía oír con claridad a través de la puerta cerrada la fricción metálica de la hebilla del cinturón pasando a duras penas por las trabillas del pantalón. Solía respirar hondo un par de veces antes de decidir si entraba en su cuarto o en el de al lado. 

     Antes de volverse, con el sobre del expediente a entregar en la mano, sintió, igual que entonces, la rigidez en las mandíbulas, en las piernas, y el río caliente que ya le bajaba por las rodillas.