domingo, 25 de octubre de 2015

Una más


     En mi lucha en pos de una Terapia que me reconcilie con el mundo, también ayuda el cultivo del cuerpo. En esa faceta que me hace sentirme mejor y que asimismo me ayuda a ser un poco más social y menos bicho raro, tienen mucho que ver esas clases de Pilates que comencé hace un par de años en el Club Esmac.

     Para todos los compañeros de ese club, de cualquier disciplina, va dedicado este relato, que a petición expresa, perpetro.

      Para los no iniciados, o aquellos que quieran refrescar la memoria, encontraran quizá útil para entrar en situación, la entrada de diciembre del año pasado llamada Sorpresas. 

      Gracias por todas las risas sin precio que semanalmente regaláis.



LA NOVIA

     Para alguien como yo, a quien cualquiera podría calificar, siendo aún benévolo, de solitario, acabar en aquel sitio bullicioso, fue una suerte. Encontrarme con esa sala, en la segunda planta de un club de pádel, con unas cristaleras abiertas al horizonte, que bien podía pasar por una habitación de baile, y que se había convertido con el tiempo en una multifunción para Pilates, Bodypump, Bodybalance y otras actividades varias, era algo que poco podía imaginar, pero a veces la vida no te pide opinión, y acabas haciendo lo que debes hacer. 

   Al principio me sentía raro, seguía a duras penas la formación, procurando acostumbrarme al ritmo de la música de cada disciplina, recordar la sucesión de movimientos, poniendo atención a las respiraciones a compás, y no perderme demasiado en mis pensamientos. Intentando, con mis limitaciones, ser parte del grupo. 

       Pero desde que llegó ella, dejé de esforzarme en otra cosa que no fuera observarla. Se llamaba Marga, y para mí, era perfecta: ni gorda ni flaca, ni alta ni baja, con un aire de inocencia y debilidad que en realidad escondía, seguro, un espíritu sacrificado y amable. Se movía con gracia en el Sh´bam los lunes y miércoles. Le fue cogiendo el gustillo a la algarabía de los cambios de clase, y en seguida comenzó a practicar Pilates. Así, la veía también los martes y jueves.

   Desde un sitio privilegiado, disfrutaba mirándola evolucionar en los ejercicios de abdominales. Contemplaba deleitado cómo su preciosa melena se iba humedeciendo, poblándose de brillantes perlitas de sudor. Con el paso del tiempo, y con su esfuerzo, su figura se moldeaba, sus músculos se hacían más rotundos, su mirada más fuerte.

     Cuando también empezó a asistir a las clases de Bodypump, no cabía en mí de gozo, otra vez, coincidíamos. Cómo me gustaba atisbar sus miembros desde lejos. Entre todos los brazos y piernas que se afanaban a prisa al son de la música tecno, entre pesas y steps, distinguía los suyos sin dudarlo. Aunque al principio le costaba coger el ritmo, a mí sus suspiros me sonaban como al oído, deliciosos. Distraída, ajena a que había alguien que la observaba detenidamente, ella se esforzaba una y otra vez en conseguir ejecutar los ejercicios a la perfección.

     Quizá, alguna vez, reparó en mí, embobado, patidifuso observándola en la distancia, pero no me hizo ningún comentario. Yo tampoco me atrevía a decirle nada, ni siquiera cuando en una ocasión me rozó la mano al coger el abrigo, o cuando se sentaba a m i lado a ponerse las zapatillas de deporte después de una relajante clase de bodybalance. Supongo que, de entre todos, era en mí en quien menos podía fijarse.

     Poco sabía ella, sin embargo, que yo la deseaba, y la soñaba una y otra vez de la misma manera: Con los ojos lívidos y la rigidez mortal, con la piel poblada de pupas y de gusanos después, que dejarían sus huesos al descubierto, por fin; la mandíbula limpia, con los dientes al aire, las cuencas huecas, y toda su osamenta engarzada con mimo por algún artesano, que como toque final, la colocaría erguida en un soporte con ruedas, en la sala, aquí , a mi lado, para siempre.

     Quizá, entonces, llevado por el entusiasmo, revelaría mi secreto, y usando mi voz por primera vez en este estado, le pediría a alguna de las chicas de la primera fila que le colocara a ella uno de los anillos que llevo en los dedos.

domingo, 18 de octubre de 2015

Olvidos

            
     A menudo, olvidamos que hay algo más poderoso que nosotros, algo que no podemos controlar y que queda fuera del alcance arrasador del hombre. No todo lo que existe bajo el sol es susceptible de que, transformado por la mano humana, mejore, es más, hay cosas que tocadas por nuestros dedos empeoran mucho. Quizá, deberíamos recordar con más frecuencia que la naturaleza no está a nuestro servicio, y que es infinitamente transformadora, potente y ciega a nuestra ínfima presencia.

    Así mismo, se nos pierde de la memoria que no hemos conseguido aún borrar de nuestra esencia el animal que somos; que, cazadores, y aun en el plácido primer mundo, enchaquetados, letrados, y prósperos, fijamos la vista hambrientos, perseguimos la presa babeantes, atrapamos, torturamos y matamos. No hablemos del placer que da comerla a dentelladas secas. 

     A veces parece que no tiene más aliciente esta vida anodina que nos mantiene lejos de la selva, que jugar a que lo es, y reproducirla al pie. 




TRECE

     Con la nueva incorporación éramos, ya, a mi parecer, demasiados bajo el mismo techo: Trece. 

     Se notaba ya al comenzar el día, cuando había que darse prisa para encontrar el sitio deseado a la hora del desayuno. Se alteraban los puestos, y a mí , que siempre me había gustado mantener la rutina, respetar el orden, y la situación de privilegio ganada a lo largo de duros años de trabajo, me tocaba cambiar de hábitos, caber a menos. 

     En las horas de más ajetreo, resultaba difícil hacerse un hueco a la carrera por el pasillo sin soltar los codos y golpear al más cercano, sin importar si era más alto o más fuerte, calculando exactamente el sitio más blando, para hacer el daño justo que le frenara un momento y así poder avanzar en pos del objetivo, desoyendo los gritos de protesta o el dolor en las espinillas.

    Ni siquiera tenía descanso por la noche, soportando la promesa de que un día no muy lejano, y ya adaptado, tendría su propio espacio, que mientras tanto a mí me tocaba hacerle compañía.

   Uno más es uno más, y no cabe en el mismo sitio que otros doce, como de manera insulsa nos repetían una y otra vez en esas horas de discursos alienantes a las que llamaban clases, para hacernos creer que nada había cambiado.

    No voy a negar que me alegré cuando apareció descoyuntado en el ojopatio. Que era mi hermano sólo lo decía un papel mojado que guardaban con celo los abogados.

domingo, 4 de octubre de 2015

Héroes



    Con el tiempo, despojamos al que nos falta de todo mal. Olvidamos sus rasgos humanos a nada que deja de serlo. Ya no fueron huraños, ni viles, ni ciegos. Hundimos sus desaciertos en la cortina densa del recuerdo.

     Entonces, devenimos en torpes y necios vivos, envidiosos tal vez de no ser nosotros los eternos.

     Quizá sea que aquí sólo vamos quedando los de peor calaña, los apestados, los menos. Tocados por el aura del mal , impregnados indefectiblemente con pátina humana de contemplar y rubricar miserias. 





     Todos los miembros del grupo se asomaban por turnos y con curiosidad al precipicio, mientras el guía les indicaba que fueran cuidadosos, que un despiste podría ser realmente peligroso: el suelo resbaladizo de las cuevas hacía la vista aún más temeraria, y la fina cuerda que separaba casi simbólicamente a los visitantes del oscuro vacío no suponía un gran obstáculo para frenar una tragedia. 

     Ramiro y su mujer esperaron pacientemente su turno, y él quiso que le hiciera aquella foto. Luisa calculó mal la distancia, o estaba demasiado entusiasmada haciéndole la foto a su marido como para darse cuenta de que a medida que le decía que no le salía entero, se desplazaba, de espaldas, un centímetro más hacia la cuerda.

     Visto así, bien podría haberse tratado de un desgraciado accidente.

     Nadie notó que, mientras con un mano sujetaba la cámara con el dedo en el disparador, con la otra se aferraba con fe al amuleto que llevaba colgado del cuello. Lo había comprado esa misma mañana en uno de los tenderetes de la isla, la mujer que se lo vendió le había asegurado que era mágico, que solo tenía que tocarlo y desear con todas sus fuerzas algo, y se le concedería.

     Sólo tuvo que pensarlo tres veces: "Empújalo, por dios, empújalo".