domingo, 13 de marzo de 2016

Catálogo del llanto

           
   Llorar es bueno, purificador, apaciguante.

    A medida que las lágrimas encharcan tus ojos y se precipitan en cascada por las mejillas, el corazón se encoje y se hincha intermitente, a duras penas puede sacar un segundo para mendigar un suspiro que llene los pulmones para respirar.

   Los músculos, que al principio agarrotan los miembros de pura incomprensión, claudican impotentes a la marea, hasta que se relajan exhaustos de haber perdido la batalla.

    Abandonado el lastre la vida comienza de nuevo. Con los ojos rojos, la cabeza azorada, el espíritu laxo, el sabor rancio y metálico de la resignación en la boca. 

     Mi madre no lloraba, decía que de una vez, en que se le acabaron todas las lágrimas.




LA PRIMERA PIEDRA

      Lanzó la piedra con todas sus fuerzas. El disparo salió de su mano certero, sibilante, buscando sin vacilación el objetivo deseado.

    Sin embargo, no pudo contemplar el resultado. Desde la otra colina el jefe de los ladrones se le había abalanzado a traición por la espalda, y lo había tirado en el suelo .

      Jorge se le había sentado a horcajadas en la cintura, le inmovilizaba las piernas con las suyas, ayudándose con las puntas de los pies, con las que le daba golpes nerviosos en los gemelos. Con una de sus manos, la misma en la que tenía la pistola, le agarraba del cuello, evitando que levantara la mejilla de la mezcla de tierra y hierba pisoteada que conformaba aquel trozo de naturaleza escasa de los anexos del colegio. De nada servía que él manoteara intentando arañar con saña el aire por si le alcanzaba alguna tarascada. Con la mano libre, el jefe ladrón proclamaba a gritos que habían ganado y evitaba con autoridad que Enrique, Abel y el Orejas siguieran peleándose entre ellos. La batalla había concluido.

     Mientras trataba de zafarse del zarpazo de Jorge, vio por el rabillo del ojo cómo Morilla, tranquilamente, bajaba del promontorio donde había estado apostado. Venía sonriente, altivo, suficiente como en todas las ocasiones. Agudizó la vista todo lo que pudo, se centró en el recuadro de cabeza al que había apuntado con toda su alma, pero de allí, no manaba sangre. 

   Solo entonces se abandonó al llanto. Un llanto de rabia desesperado que alertó a la madres, que vigilaban de lejos mientras parecían distraídas hablando, pero que enseguida corrieron a socorrer y paliar daños. La reprimenda a los ladrones por haberlo sometido y haberlo retenido a la fuerza hasta provocarle el llanto no lo calmó.

     No era, ni de lejos, el consuelo deseado.