jueves, 26 de diciembre de 2013

Diagnóstico

Necesito terapia. Era previsible. Bueno, al parecer estaba claro para la mayoría de los que me rodean menos para mí. Es algo común en estos casos. El último que es consciente de su situación es el afectado. La afectada en este caso, o sea yo, vivía tan plácidamente con las particularidades de su afición sin demasiado problema, pero claro, se me ocurrió contarlo. Para muchos, los menos allegados, fue una sorpresa. Me miraban atónitos mientras les explicaba que esto ya venía desde hace mucho y que la única novedad es que por fin andaba contándoselo a todo el mundo. Y claro, compartir algo así tiene sus efectos secundarios.
No han faltado los que me han mirado como diciendo “qué pena, y yo que la tenía por una persona normal” o aquellos otros que te sonríen con cara de circunstancias, pero echando el pasito atrás y pensando “ya decía yo que algo rarito le notaba…”. Todos, eso sí, procurando poner una cara de modernidad políticamente correcta. Sin embargo, a mí todas esas poses no me sorprendían. Cuando a principios de verano y vaya a usted saber por qué se me ocurre “salir del armario” literario a estas alturas, ya sabía que tendría que hacerlo con todas las consecuencias. Y que tendría que escuchar comentarios de todos los colores. La decisión me produjo tal regocijo en su momento que todavía me dura y aún tengo energía para soportar los comentarios cargados de negatividad.
Había tenido avisos previos de la necesidad de tratarme de esos temidos efectos secundarios, como cuando Manuel Machuca en consonancia con John J. Reel, me recetaron la solución, kilómetros de escritura, en sus palabras, pero no me saltaron en realidad todas las alarmas hasta hace unas semanas. La chica que me entrevistaba para la tele local, me espetó sin vacilar: “ el otro día en la presentación de tu libro dijiste que se te metían frases en la cabeza… ¿eso como puede ser, tu estas por ahí tomándote algo y se te ocurren cosas raras?”. Me quedé ojiplática cuando lo escuché de esa manera. Me pasé unos buenos minutos intentando explicarle que no era tan extraño y que tampoco tenía nada que ver con algún tipo de patología, pero que era estrictamente verdad.
Comienzo, por tanto, la Terapia Opuscular, de la que sólo puedo decir que estoy segura que es la única que puede tratar mi caso. Eso sí, como cualquiera que empieza terapia, lo único que puedo prometer es intentarlo.
Y como es Navidad, un regalito en forma de microcuento:

"Iba a cazar los domingos  sin que me preocupara, hasta que un día le vi un hilillo de sangre asomando a la comisura de los labios al regresar".