Necesito terapia.
Era previsible. Bueno, al parecer estaba claro para la mayoría de los que me
rodean menos para mí. Es algo común en estos casos. El último que es consciente
de su situación es el afectado. La afectada en este caso, o sea yo, vivía tan
plácidamente con las particularidades de su afición sin demasiado problema, pero
claro, se me ocurrió contarlo. Para muchos, los menos allegados, fue una
sorpresa. Me miraban atónitos mientras les explicaba que esto ya venía desde
hace mucho y que la única novedad es que por fin andaba contándoselo a todo el
mundo. Y claro, compartir algo así tiene sus efectos secundarios.
No han faltado los que me han mirado como diciendo “qué pena, y yo que la
tenía por una persona normal” o aquellos otros que te sonríen con cara de
circunstancias, pero echando el pasito atrás y pensando “ya decía yo que algo
rarito le notaba…”. Todos, eso sí, procurando poner una cara de modernidad
políticamente correcta. Sin embargo, a mí todas esas poses no me sorprendían.
Cuando a principios de verano y vaya a usted saber por qué se me ocurre “salir
del armario” literario a estas alturas, ya sabía que tendría que hacerlo con
todas las consecuencias. Y que tendría que escuchar comentarios de todos los
colores. La decisión me produjo tal regocijo en su momento que todavía me dura
y aún tengo energía para soportar los comentarios cargados de negatividad.
Había tenido avisos previos de la necesidad de tratarme de esos temidos
efectos secundarios, como cuando Manuel Machuca en consonancia con John J.
Reel, me recetaron la solución, kilómetros de escritura, en sus palabras, pero
no me saltaron en realidad todas las alarmas hasta hace unas semanas. La chica
que me entrevistaba para la tele local, me espetó sin vacilar: “ el otro día en
la presentación de tu libro dijiste que se te metían frases en la cabeza… ¿eso
como puede ser, tu estas por ahí tomándote algo y se te ocurren cosas raras?”.
Me quedé ojiplática cuando lo escuché de esa manera. Me pasé unos buenos
minutos intentando explicarle que no era tan extraño y que tampoco tenía nada
que ver con algún tipo de patología, pero que era estrictamente verdad.
Comienzo, por tanto, la Terapia Opuscular, de la que sólo puedo decir que
estoy segura que es la única que puede tratar mi caso. Eso sí, como cualquiera
que empieza terapia, lo único que puedo prometer es intentarlo.
Y como es Navidad, un regalito en forma de microcuento:
"Iba a cazar los domingos sin que me preocupara, hasta que un día le
vi un hilillo de sangre asomando a la comisura de los labios al regresar".