domingo, 28 de diciembre de 2014

Aniversario



"Hay personas, que parecen no pensar más que con el cerebro [...],mientras otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida" - Del sentimiento trágico de la vida- Miquel de Unamuno.



  Hace exactamente un año y dos días que hago Terapia. Esta Terapia Opuscular y extraña que ha conseguido que me habite la sonrisa. 

     Decían que me haría bien, y me hace, aunque no me ha curado ese síntoma definitorio de la locura literaria de que me asalten personajes o historias en cualquier parte. Lejos de hacerlo, ahora parece como si no encontraran mejor sitio que el mío para invadir territorio. Creo que al final voy a acostumbrarme. 

   Guardo especial recuerdo de Isabelita Cela, y su crecimiento en trilogía : La caja (enero),Doña Isabel (junio),Tregua(agosto), precuela incluida con La diosa del muro (noviembre). Aún siento el suave roce de Un Delantal (mayo), y el nudo en la garganta de Despertar (diciembre). Tengo todavía los ojos atónitos de El muro (marzo), y las manos ensangrentadas, de Asepsia (octubre). El cuerpo horripilado y el escalofrío de Paciencia (octubre). Perdura la sonrisa de El anillo, justo en el post anterior. 

     En todos hay algo de mí y algo de vosotros. Todos y cada uno han tenido en vuestros comentarios su minuto de éxito o de fracaso, sus momentos de alegría. La mía es leer a los que dicen "hago terapia" o la llaman directamente "mi Terapia". A todos ellos, y también a los que no comentan pero leen, gracias por darme viento en las alas para seguir viniendo, me cure o no.

     Y como es Navidad, como al principio, un regalito:

LA NOTICIA

     Desde pequeño aprendió con disciplina las reglas. Papá y mamá le habían repetido hasta la saciedad la importancia de recordarlas siempre y sin excepción. Olvidarlas un momento, relajar la vigilancia, un fallo, podía ser mortal de necesidad. 

      No comer, no tocar, no rozar siquiera mejor, con ninguna parte del cuerpo, a ninguno de su especie, ni similar, ni a nadie que los hubiera tocado con anterioridad. Bastian había heredado de su madre la alergia fatal que los mantenía alejados de aquellos manjares que para ellos eran veneno. Su pesadilla se acentuaba en Navidad, cuando la casa se llenaba de familiares, ruidosos e inquietos, y la mesa de salsas, sopas, dulces y cremas,y lo que era peor, de platos de esos horrendos bichos rojos de múltiples patas, bigotes interminables y horripilantes ojos negros saltones.

   Berta mantenía en la cocina un orden férreo, casi dictatorial, y con un sistemático caligrafiado indeleble, hacía que en estos días de tanto jaleo, cada comensal llevara su nombre en los platos, vasos y cubiertos, y nada que fuera a llegar a los labios de Bastian y su madre estuviera contaminado. 

  No se habían servido aún los entrantes cuando Emilia quiso tomar la palabra y comunicarles a todos la noticia. Después de siete años intentándolo, por fin, estaba de nuevo embarazada.

   Los tíos, cuñados, sobrinos, primos y primas fueron un clamor, y copas en mano, se deshicieron en brindis y felicitaciones, aplausos , besos, y buenos augurios para el futuro. 

  Todos, menos Bastian, que se perdió en el tumulto de abrazos y algarabía, salió corriendo y se metió en la cocina, donde Berta lo encontró, rotulador en mano, dibujando a la perfección en uno de los platos de sopa de marisco, un rabito que convertía una o en una a.

martes, 16 de diciembre de 2014

Sorpresas

     
  No me disgusta equivocarme con frecuencia, sobre todo porque de toda equivocación se aprende. Si además de mi error lo que se desprende es un beneficio para mi salud, pues una empieza a pensar que ya se podía haber equivocado antes.

      Mi resistencia de los últimos años a la actividad física disciplinada y continua alcanzó su final cuando por fin hice caso a uno de los miembros de mi equipo médico de cabecera, en versión fisioterapeuta, en clara confabulación con la parte más persistente de mi familia.

     Por fin les hice caso y comencé con mi particular escucha tu cuerpo, mima tu cuerpo. Con lo difícil que es conservar la sonrisa a veces en esos trances, y lo que yo me río en las clases. Será que además de la salud física, también me viene bien para la salud mental… ¿o no?.

     Para ese grupo de sufridoras del abdominal, luchadoras férreas en los ejercicios de laterales, y miembros de la resistencia eterna a la reiteración de los de glúteos; gráciles danzarinas de la grulla y amazonas incansables de la pelota gorda, a las que trato de imitar, con más o menos suerte, desde hace un par de años, para ellas, este relato, como cuando no había de dónde, y regalaba cuentos, este, para darles las gracias. También para ellos, que aunque en número menguado, no hay paloma, baby- cobra o perro al revés que se les resista. Me consta que, tanto entre ellos como entre ellas, los hay seguidores de esta terapia tan particular.



EL ANILLO


       Después del divorcio, volví a la ciudad y me puse a buscar gimnasio. Necesitaba un sitio donde poder seguir con mis ejercicios para aliviar mis problemas de espalda, un lugar discreto donde no tener que dar demasiadas explicaciones sobre cómo me lesioné.      Encontré aquella sala en el segundo piso de un concesionario de coches, en un polígono apartado a las afueras, casi al lado del campo, y me pareció ideal. Las clases combinaban Pilates, taichí, yoga, pesas... el tratamiento perfecto para mi espalda, y también para mi entusiasmo. 

      Todo cristaleras al exterior, era hermoso poder contemplar el horizonte como una bella recompensa cuando, en el extremo esfuerzo de los abdominales más dolorosos, conseguías levantarte una y otra vez. 

      Un esqueleto anatómico, que nos contemplaba impertérrito desde la esquina más alejada de la tarima de los monitores, amenizaba a la perfección el ambiente de los turnos de noche. Aunque muchas alumnas lo utilizaban de perchero, y casi siempre andaba cubierto con un par de chaquetas, no pude evitar fijarme en que llevaba, en el dedo corazón de la mano derecha, un anillo que me parecía precioso, de un gusto delicado para que lo llevara puesto un esqueleto. Un día de estos, preguntaría. 
      Al final de la jornada, un cacareo alegre de despedidas cruzadas, risas y comentarios nos acompañaba según bajábamos las escaleras e íbamos saliendo del edificio y tomando diferente camino. El ambiente me resultaba amistoso, familiar. Por eso no tuve dificultad, algunas semanas después de comenzar a asistir al último turno, para identificar con claridad las voces en la conversación que escuché sin querer al final del pasillo del supermercado, tapada a sus ojos por la pila de los cafés. 



- ¿Te has fijado en la nueva?


- Sí.

- ¿Y no te recuerda a nadie?

- Por Dios, Mari, claro que sí. 

- Es que es igualita, igualita, parece prima o algo. Mírala. Ni suda. Tan mona. Tan estilizada, tan pintadita. Y con esas pintas. Toda conjuntada, pero yo no sé de verdad dónde se creen que van. Y ya no es tan joven, que sus arruguitas las tiene, no creas que no. La otra era más joven me parece a mí. El otro día se hizo los doscientos abdominales como si nada, que la vi yo, que me puse detrás y la estuve observando y no se paró ni una vez. Y se levanta, la tía, como si eso no costara años de esfuerzo. Y cuando Felipe aconseja no cargarse, va ella y coge pesas, que es que es muy chula, y luego va y dice que no tiene agujetas. Vamos, vamos... y esa sonrisa que no se le cae de la boca…

- Frena, que te veo venir.

- ¿Que me ves venir? ¿Qué quieres decir con que me ves venir? ¿Pues no va a parecer que ahora tengo yo la culpa de que la otra se abriera la cabeza?. En la escalera estábamos todas, todas lo vimos, ¿o no? Se cayó e-lla-so-li-ta. Y qué aparatosa la sangre, parece que todavía estoy viendo el reguero en los escalones. En el del final en el mismo momento goteaba y todo, que estuvo un par de días el charco aquel...yo misma fui después a ayudarle a Purita, y no veas lo que costó quitarlo… ¿Qué hará.... por lo menos siete u ocho años, no? Dijeron que no se acordaba de nada cuando salió del hospital, que fue el marido el que insistió en que se mudaran.

- Pues no sé... yo ya no me acuerdo.

- Pues yo sí, y bien que me acuerdo. Y te digo una cosa...esta...que ande lista... que lo mismo le ponemos otro anillo al esqueleto.



lunes, 1 de diciembre de 2014

Cuestión de tiempos



"A veces nos miramos / muy dentro de los ojos / como si descubriéramos / detrás de nuestro asombro / que los años no vuelven / ni hay tiempo de retorno. / Y es que al final la vida / se marcha sin nosotros"
Francisco Rivero



   No me canso de asquearme de estos tiempos de adoración al cuerpo hueco, de reverencias a una impostada y eterna juventud. 

     Seguidores creyentes de Dorian Gray, huimos despavoridos de lo que podremos ser.Y denostamos la arruga, el peso, la lentitud. Miramos al viejo con desprecio, como si fuera de una especie inferior. Nos repelen sus manchas , la piel de papel cebolla, sus humores opacos. Nos desconcierta su tiempo lento y desorientado. Eludimos su reiteración cansina, su aliento entrecortado, evitamos a prisa ese olor que nos barrunta muerte.

     Y contemplamos, ajenos y aterrados, la ancianidad que viene y que nos persigue, que se alimentará de nosotros siempre demasiado pronto. Cuán quisiéramos más una muerte joven y bella.

     Quién sabe, si seguimos educando así, quizá, cuando los jóvenes de ahora se tornen viejos, no tengan ni una mano valiente que les ayude a comer. Hay quienes, ni siquiera por la amenaza de verse en ese espejo, muestran el respeto que se debe a quien lo merece simplemente por haber vivido.



DESPERTAR

     Antes de prepararse el desayuno esta mañana lo metió en la bañera, no sin protestas ni dificultad. Después volvió a abrocharle, esta vez bien, los botones de la camisa, y del chaleco, y lo sentó luego a la luz que entra por la ventana de la terraza. Palangana en mano, le puso los pies a remojar y le cortó las uñas , y las de las manos. Lo afeitó con cuidado y le recortó el bigote.Después de desayunar fueron juntos a dar un paseo, corto, hacía frío.

     A la tenue luz de la bombilla del salón, de madrugada, el recuerdo del paseo le parecía de hacía siglos, quizá porque ya le vencía el cansancio. El programa de la muchacha esa tan alta de la que nunca se acordaba el nombre se le había hecho eterno, incluso reconocía que esta vez sí que había dado un par de cabezadas en el sofá. Él hacía horas que dormía. Eso de que los viejos duermen poco parece que sólo valía para ella.

     Como cada noche, se ajustó bien la alpargata izquierda, la que había tenido que romper porque no le cabía el juanete, para no tropezar con el escalón de la entrada a la cocina, que ahora le parecía demasiado grande, ya ves que, cuando pusieron el suelo encima del otro, no le pareció en absoluto, claro, que de eso hacía ya muchos años. Se levantó, no sin maldecir la esencia misma de la que estuvieran hechos los huesos para que dolieran tanto, dispuesta a dejar todo en su sitio antes de irse a la cama.

     Se aseguró que todas las ventanas estuvieran cerradas, el enchufe de la estufa quitado, los grifos apretados para que no gotearan y la cerradura de la puerta del piso con las dos vueltas de la llave. Justo antes de irse a su cuarto, como cada día, se acercó a las llaves del gas de la cocina, para comprobar que todas estabas bien cerradas. Esta noche, sin embargo, volvió, una a una, a hundirlas con cuidado y retorcerlas bien hacia la izquierda, y las dejó abiertas.

    El secretario del juzgado, el del desahucio, llegaría a las nueve del día siguiente, al menos, eso le habían dicho.




domingo, 16 de noviembre de 2014

De lobos y corderos




The only difference between a caprice and a lifelong passion is that the caprice lasts a little longer.
La única diferencia entre un capricho y una pasión para toda la vida es que el capricho dura un poco más.

Oscar Wilde.

  Deseamos al de enfrente. No hay remedio. Ya se pueden poner como se pongan la Santa Madre Iglesia y todas las éticas y conciencias del mundo. En la delgada línea que distancia al cazador y a la presa hacemos equilibrios a diario, en el gen incierto que nos separa de la selva.

     Deseamos al de enfrente, al que pasa, al que contemplamos a corta o larga distancia. Lo devoraríamos a dentelladas, o a mordiscos ciertos. Nos hacemos agua con unos labios nuevos, con la imagen de una carne trémula que se eriza a nuestro tacto. Nos palpitan los centros, la sangre se hace latente en la sien y la sed eterna se instala en los huecos.

     Y soñamos, desnudos, vestidos, dormidos o despiertos, con la piel que se amasa con la nuestra, el olor de la marea, el dulzor amargo de los besos lentos. Hay quienes, salados de mar, se ablandan las heridas en sus playas .Hay quienes, piratas eternos, no pueden respirar sino en las islas.



LA DIOSA DEL MURO

     Sólo había una cosa en el mundo que a Paul Beltrán lo sacara de sus centros: Isabelita Cela. Así que aquella mañana de domingo, apuró el paso por calle Real, miró el reloj, y en vez de torcer a la izquierda para llegar a tiempo a su cita, siguió de frente y se metió a hurtadillas en las revueltas de la judería, mirando a un lado y a otro, esperando no encontrarse a nadie que le preguntara a dónde iba, para ir a salir al murete de la calle Vilches. 

     Cuando llegó no había nadie a la vista, respiró hondo, volvió a mirar el reloj, y se dejó caer al sol recostado en el muro, impaciente, sin dejar de fijar la mirada calle arriba, esperando verla bajar la cuesta. Había sido así cada martes y jueves desde hacía dos meses. Paul esperaba apostado en el poyete de la calle, cigarrillo en mano, haciéndose el distraído. Ella bajaba la cuesta, lo saludaba al pasar, y con paso decidido, se perdía a la vista. Pero hoy Paul no podía esperar al martes, ni al jueves, le faltaba el aire si no iba a ver si se cruzaba con Isabela.

     La primera vez que la vio bajar la cuesta fue por casualidad. Había llegado a la altura de la calle Vilches casi corriendo de la rabia, después de haber discutido con Eva, su novia de toda la vida. Había encendido un cigarro nervioso que lo dejó sin aliento y tuvo que sentarse el muro. Entonces bajaba ella, con los pasos ciertos. Tenía la mirada firme de los que nunca bajan la guardia, y la nariz altiva, el tobillo adornado con lágrimas de plata, la melena al viento. Y la vio, como si nunca antes la hubiera visto.

   Y ella pasó, y él cerró los ojos. Y sintió en seguida el dolor conocido en la boca del estómago, y la sangre fluyendo a borbotones, el corazón en la boca. Y entonces la vio tumbada y anhelante, y la probó salada, y la amasó con ansia, y sin prisa, la tuvo segura, jadeante. La devoró despacio. Y se le encendió el deseo, y la rabia, y supo que no iba a haber cosa que el mundo que le impidiera cazar a Isabelita Cela.

     Lo único que Paul, mirada de lobo, colmillo anhelante, no sabía, era que ella, Isabelita Cela , no era, ni mucho menos, cordera.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Miedo



     Nunca he disfrutado con las películas de terror. Me han sobrado siempre las calaveras de gomaespuma y los zombis desarrapados, desmembrados y babeantes. Las sierras mecánicas y las salpicaduras de sangre tampoco han sido lo mío. Aún siento escalofríos cuando recuerdo un episodio de la mítica Mis terrores favoritos que vi cuando niña, donde el cadáver de aquel actor, del que no sabría decir su nombre pero cuya cara no olvidaré nunca, se descomponía a cámara rápida, mientras aún se escuchaba la voz en off de sus pensamientos. La muerte en vida. Fue el primer episodio que vi, y el último, claro.

     En estos tiempos que corren, en los que el miedo mayor que pueden pasar nuestros queridos y sobreprotegidos adolescentes es si van a tener el nuevo iphone el día que se sale a la venta o una semana después, y dado que ellos no ven ni un telediario, hasta puedo entender la necesidad de los cuchillos de atrezzo clavados en la sien, los zombis, los esqueletos, los litros de pintura roja y las negras ojeras. No había tales paños calientes en mis tiempos. Mi madre se empeñaba en recordarme una y otra vez que ella moriría, y que yo tendría que espabilar más temprano que tarde. Antes, morirse era normal y nada afectado, no se escondía ni se disfrazaba la ley de vida. Con pasmosa claridad, mi padre solía decir a menudo que lo único que hace falta para morirse es estar vivo.

     Sobra Halloween, y todas las pelis de siniestras del mundo, cuando el miedo, es el terror que supone que la persona que duerme a tu lado haya de repente dejado de respirar, el temblor que se adueña del cuerpo cuando esperas en una consulta, el terrible abismo de no despertar mañana, la histeria infinita de ver dolor en los hijos, el estallido de una explosión a lo lejos ,el escalofrío inmenso de que una vida esté en tus manos.

     Y para leer en puente de difuntos: El almohadón de plumas, de Ignacio Quiroga, Circe, Casa tomada, La noche bocarriba, de Cortázar, Edgar Allan Poe, Henry James, Doris Lessing, Lovecraft… y tantos otros.



SONIDOS DE LA NOCHE

    Era el último informe que le quedaba por entregar. Con un poco de suerte el mensajero llegaría en seguida y ella podría irse a casa. Se afanaba en colocar unos papeles en el archivo cuando sonó la puerta y con un “pase” sintió el alivio de terminar por fin esta jornada eterna que se le había adentrado hacía horas en la noche.

   Cuando oyó el “buenas noches” a su espalda, un escalofrío seco le recorrió la espina dorsal y se le erizó el vello de detrás de las orejas. Fue suficiente para que, cerrados los ojos, volviera a escuchar los exactamente veinte pasos que había desde la cocina a los dormitorios en la casa en la que pasó su infancia. Entonces el sonido acompasado del roce del talón de su bota izquierda con las baldosas del suelo cesaba, y podía oír con claridad a través de la puerta cerrada la fricción metálica de la hebilla del cinturón pasando a duras penas por las trabillas del pantalón. Solía respirar hondo un par de veces antes de decidir si entraba en su cuarto o en el de al lado. 

     Antes de volverse, con el sobre del expediente a entregar en la mano, sintió, igual que entonces, la rigidez en las mandíbulas, en las piernas, y el río caliente que ya le bajaba por las rodillas.

sábado, 25 de octubre de 2014

Ave Fénix



"En otro tiempo, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que se abrían todos los corazones y en el que se derramaban todos los vinos. Una vez senté a la belleza sobre mis rodillas, y la encontré amarga. Y la injurié."- Una temporada en el infierno. Rimbaud. 


   Me adentro en esa edad incierta en la que ya no son tan cómodos los espejos. Esa en la que no corres persiguiendo quimeras aunque aún te queden energías para hacerlo.Es ahora, cuando pasadas las lejanas angustias adolescentes, tomadas casi todas las decisiones importantes, miras alrededor y con meridiana claridad ves quién eres. Además, una luz intensa te ilumina la absoluta certeza de saber quiénes son los otros.

     Ya no hay refugio en los congéneres, ni lugar para el arrepentimiento. He dejado de contar las veces que he vuelto a levantarme devastada de esas batallas. Acogerse a sagrado cuando ya no se puede enfrentar la pelea y huir es lo más sensato. Ninguno de nosotros, a estas alturas, queda libre de culpa.

    Mi personal sanitario de cabecera no me da el alta. Me estudié bien el papel, me aventuré a salir, incluso he dejado de matar a veces: Isabelita Cela no murió, me fui un domingo de orgía y me resistí con todas mis fuerzas en la historia de la pérfida médico.Pero no hay caso. Coinciden unos y otros en que me queda rabia, y sangre. Como quien te dice no hagas fuego aunque tengas frío, y te da un mechero.Ni que la vida fuera otra cosa que una locura incierta.

      Tengo que decirles que en realidad sólo he estado presa del vértigo amarillo... pero esa es otra historia... para otra Terapia.


ASEPSIA

     Cuando ella se fue cambié las sábanas, las toallas. Limpié con lejía el baño y hasta cepillé con fruición y cuidadosamente las juntas de los azulejos de la bañera. Aspiré el sofá. Lavé cortinas y fregué los muebles. Con la tercera pasada de fregona al suelo quedé satisfecho.

     No importa cuántas veces desde entonces había repetido ese ritual a conciencia, al poco tiempo, empecé a hacerlo en la ducha. Veinte pasadas de esponja de crin y gel perfumado en cada brazo, antebrazo, muslos, gemelos. Treinta en el pecho y vientre. Treinta en la espalda, a cepillo. Cuarenta en los pies. Cincuenta en cada mano. Anverso y reverso. Las uñas. Las orejas. El pelo.

     Creí estar haciéndolo todo bien, sin embargo, años después, sigo sin comprender por qué cada vez que me acerco las manos a la cara puedo aún aspirar el olor entre amargo y dulce de su sangre.

domingo, 5 de octubre de 2014

Grandes tristezas


"El alma, no hace ni padece nada sin el cuerpo" Aristóteles

  Me espanta la cruda  realidad de contemplar que, cuando nuestro microcosmos es amenazado, haríamos cualquier cosa para conservarlo. 

     No nos basta manipular, mentir o engañar. Llegada la ocasión, mataríamos a cualquier hijo de vecino, aunque de momento, nos contentemos sólo con desearlo. Nos esforzamos en esconderlo, sin embargo, al odio solo le interesa que esa persona, no exista. Dentro de cada uno de nosotros hay un animal latente que no entiende de razones ni miramiento. 

     Tienen suerte, algunos, de no padecer grandes tristezas.




PACIENCIA

     A la salida del teatro el barullo era tal que se entretuvo un segundo a saludar a una vecina, y perdió en el tumulto a su marido.

     Segundos después, desembarazada de la bulla, vio a lo lejos cómo él conversaba con pasión con alguien de quien, desde su sitio, sólo podía ver los zapatos. 

    En el trayecto, y no sin esfuerzo, pudo cambiar la fulminante mirada por una sonrisa educada que mantuvo impertérrita mientras soportaba las presentaciones. 


   Sólo pudo apaciguar su odio a la mañana siguiente, cuando abrió el ordenador y manipuló el sistema para colocar su nombre en la lista. Ya solo tenía que tener paciencia. Tarde o temprano vendría a verla. Ahora, ella, era su médico.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Ojos Cerrados



"Yo lucho para llevarme bien con mis propios deseos, y luego miro a mi alrededor y veo la salvaje variedad de los deseos de los otros [...]. Y esos otros deseos, esos que no son míos, a veces me parecen equivocados sólo porque no son míos" Sallie Tisdale.

     En estos días de multitud, desde la atalaya privilegiada que me supone el provisional incógnito, me fascina la sensual variedad del aspecto de mis congéneres en este zoo que habito las más de las veces.

     Hay leonas de apariencia temible, de melena dorada y ojos glaucos, cuya fragilidad se mide en el grosor de sus tacones de aguja o el largo de sus rabillos. Suelen ir del brazo de peligrosos lobos de chaqueta y corbata, pero también un paso detrás de cobardes desalmados con distinto pelaje.

     Hay polos con cocodrilos, con caballos, y camisetas negras con calaveras que no tienen fauces, fuerza, y muerte debajo, que lo mismo se abrazan a pérfidas áspides revestidas de gasa y ojos de diosa, que a ángeles cubiertos de capas de grasa y pintura.

     Hay panteras inmensas en cuya bella cintura estriba el misterio del origen del mundo, con melenas negras que te ahorcarían de un zarpazo, que sueñan con besos largos de pieles blancas, amarillas, tostadas y negras.

     Hace tiempo que, liberada de la fascinación sensitiva de la adolescencia, cerré los ojos. Solo así se puede escapar de la oscuridad del mundo. Ese mundo en el que hay quienes, malditas por la bendición de su aspecto, nunca obtendrán la bondad de unos ojos que no estén en guardia.


DOMINGOS DE CAFÉ

     Pasado el tercer gin-tonic, la señora Comares, subida a sus habituales tacones, abre su bolso de buitton y saca el móvil. Tiene el número grabado. 
- Hoy no los quiero blancos.
     Se levanta y acaricia levemente la cintura de gasa de vestido drapeado y se mira el contorno de la cadera, como para recordarse que aún tiene buena figura, y se dirige al baño a darse un retoque antes de salir del salón del cafetería dejando una propina exagerada al camarero con un seco buenas tardes.
     Cada domingo alterno Doña Catalina Piñero, Cata para los más íntimos y la señora Comares para el resto del servicio, viene a tomar café a la capital. Hoy también debería estar en Gaviera´s, el local con más solera de la parte este, con Concha y Lucía, compartiendo chismes de bodas de alta sociedad o contando mentiras de cómo les va a sus hijos en el internado; dilapidando una fortuna en copas con nombre francés y planeando asesinar de broma a sus maridos. 
     El taxi la deja en el aparcamiento subterráneo del hotel. Un discreto botones la acompaña hasta la puerta de la suite 118 y le abre la puerta. Dentro la esperan dos hermosos cuerpos esculturales color café. A él se le nota el gimnasio hasta en las estrecheces del pantalón, a ella se le adivina el cuerpo desnudo debajo del vestido de gasa. Catalina sonríe, y se deja llevar de la mano con docilidad.

     Unas tres horas después llegará a casa como si nada, donde su marido, al saludarla, mentirá que pasó la tarde jugando al póker en el club.

domingo, 7 de septiembre de 2014

La maldición de la tibieza



"Todos los placeres de la vida ni son propios de todos los tiempos, ni de todas las edades y lugares; pero las letras son el alimento de la juventud y la alegría de la vejez; ellas nos suministran brillantez en la prosperidad y sirven de recurso y consuelo en la adversidad"- Cicerón.

   Ser hija de padres viejos no sólo te confía, según la sabiduría popular, la facultad de caerte una y otra vez y pasarte media infancia llena de postillas, arañazos y puntos en la cabeza, sino que te reviste enseguida con un halo de bicho raro, como si hubieras nacido de milagro. Llamarse así remata la faena. La convivencia cercana con la senectud y la muerte te baña sin remedio con la pátina de lo transitorio. Lo presente y relativo arrasa pronto con lo permanente y eterno.

     Admiro a todos y cada uno de aquellos que pronto supieron a qué vinieron a este mundo, cuál era su misión divina, y que esta era, además, la correcta. Miro hacia arriba cuando se trata de próceres, iluminados y combatientes. Yo, a estas alturas, he perdido la Fe: normalmente me debato entre el ombligo y las témporas. La certidumbre se me resiste. Milito incontestablemente en las listas de la duda, me gusta mirar las cosas desde los lados opuestos, en ocasiones a la vez. No me sacia el absoluto.

    Encajo los golpes mejor que los doy. Llegado el momento he rehusado también asestarlos. Girar la cabeza y mirar hacia otro lado me resulta más reconfortante a largo plazo, lo malo es que tal y como está el mundo eso me sitúa al frente del pelotón de los cobardes. Lo terrible es que no me preocupa. 

        Solo hay un refugio cierto donde esconder la mácula de tanta tibieza. 


CULPA

        Había llegado a casa del entierro y no hacía ni tres minutos que había parado de llorar fingidamente. Tras horas de desconsuelo acérrimo, tenía los ojos hinchados y pequeños, inmensamente verdes por el poder de las lágrimas, cierta carraspera en la garganta de aguantar el frío y la lluvia mientras metían el ataúd en el nicho, y el pelo todavía goteando sobre la frente.

     Se quitó el luto obligado de la ceremonia, se dio una ducha, bajó al salón, y tras despedirse de los familiares con promesas de ir a verlos todo lo posible y asegurar docenas de veces que estaría bien sola, se preparó un té y se sentó a la luz de un septiembre líquido que lo inundaba todo por los ventanales.

      Abrió con serenidad el libro y continuó leyendo, y ni por un instante recordó el momento de hacía dos noches, cuando tuvo la oportunidad y sin ninguna piedad le cambió las pastillas que él debía tomar por las que ella había ido acumulando con meticulosidad tratamiento tras tratamiento desde que supo que por fin iba a hacerlo. De madrugada llegó el infarto.

    Otra cualquiera, hubiera cogido el cuchillo, y levantándose la manga del jersey, se hubiera hecho algunos cortes visibles, de la muñeca hacia arriba.

domingo, 24 de agosto de 2014

Desidia de guerra



  Me ablando con los años, no me acostumbro a la guerra. Y no es solo que no pueda lidiar con la visión de niños que saltan en pedazos, ni que no se aclimaten mis ojos al brillo de los misiles en pantalla grande, es que no digiero la propia, la de todos los días. 

     Esa guerra de mirar al frente y tratar a psicópatas, meteculpas, falsos o depravados como quien no quiere la cosa. Los malos de a diario. Donde no hay defensa posible más que aguantar o claudicar. Apretar los dientes, bajar la cabeza, seguir hacia adelante.

   Con pereza infinita, he bruñido la armadura, he amolado la espada, he ajustado los correajes. Una pena llevar siempre el talón al descubierto, el corazón en la mano y los ojos glaucos, donde no hay lugar para esconderse.

     Se acerca el invierno, como antes lo hacían los Idus de marzo. Me falta el aire y casi con nada se me llena el cubo de las angustias. 

     Y mientras encuentro trinchera, de parapeto, una sesión de Terapia.

TREGUA


     Era cuestión de tiempo. Al principio había evitado los lugares demasiado concurridos, los mercados, las ferias. Le daba la sensación de que esos eran los mejores sitios para que él se le acercara por la espalda, y sin que los vellos de punta del presagio la avisaran, encontrarse a su merced.

    No había sido difícil convencer a Rafael de que la derrotaba el calor inclemente de aquella ciudad y que necesitaba aclimatarse para no dejarse ver demasiado los primeros meses. Pero luego, pasando los días, se convenció de que el miedo de encontrarse con Paul era seguramente solo el fruto de imaginaciones propias de la edad en la que se revisita el tiempo, comenzó a salir y entrar sin medida, a asistir a las fiestas, y lo olvidó.

     Por su parte, Paul no había dejado de observarla, desde aquel primer día en que volvió a encontrarla y resolvió terminar con el peligro de su existencia, había seguido todos sus pasos buscando el mejor momento de abordarla. 

   Sin embargo, las ganas de matarla se le hicieron agua cuando siguiendo el tam tam rítmico de sus tacones, la alcanzó al final de aquella calle oscura y le susurró al oído : " Isabelita", y pudo respirar el calor de su cuerpo. Le tembló la mano en el bolsillo, y soltó la navaja.

    Doña Isabel, que hubiera reconocido aquel susurro incluso bajo tierra, apretó los puños, recompuso todo el orgullo que su pequeño cuerpo podía contener para no darse la vuelta, a sabiendas de que de hacerlo, y enfrentarle la mirada, no iba a poder dejar de caer rendida a sus pies, y como si hubiera adivinado que Paul ya no quería matarla, respiró hondo y mintió: " Vete, ya te olvidé".

domingo, 10 de agosto de 2014

Simbiosis

"¡Sí! el Hombre , cuando ama, es un sol que todo lo ve y todo lo transfigura; cuando no ama, es una morada sombría en la que se consume un humeante candil" 
-Hiperión-

        Parece que la Amistad, esa simbiosis divina que nadie sabe cómo surge, en qué se basa y en la que no hay reglas que sirvan para todos, se acentúa cuando media la distancia. Echo de menos cada uno de los días a amigos que perdí y a otros que ya no frecuento. No los quiero como el primer día, en el que suelo mostrarme torpe, distante, esquiva, sino como el último, en el que hubiera dado lo que fuera para que no partieran.
        Ya no cultivo las despedidas. Dejo fluir la vida a donde a cada uno nos quiera llevar, y con los ojos y con las manos, y con la risa, he disfrutado cada día que hemos podido compartir juntos. Y el amor...¿es otra cosa?
     Hay pocas cosas comparables al abrazo desinteresado de una amistad sincera. También hay quien piensa que eso no existe, que somos lobos, que sólo estamos aquí para devorarnos; que una vez saciada la sed que en los principios el otro te provocaba, sólo cabe destruirlo, para que no pueda airear tu debilidad. Hay quienes se especializan en cortar alas, intentando en vano perpetuar dependencias.




EL LIBRO


      Creía, hasta ayer, que lo quería.
     Les había llevado interminables horas de trabajo terminarlo. Le habían robado el tiempo al sueño, a las vacaciones, a la familia. En una carrera febril, habían investigado, documentado, planeado y montado todo el libro en pocos meses. Carlos escribía, Juanma buscaba, leía, revisaba, comentaba, le ayudaba en todo lo que podía para que cumpliera su sueño.
    Al fin estaba terminado. Carlos le echaba el último vistazo a las galeradas. Iba apurado, había quedado con Juanma para tomarse unas cervezas para celebrarlo. El responsable de la editorial había sido claro: tenía sólo un día más para enviar la versión definitiva. 
      En el último segundo, Carlos presionó tantas veces la tecla "Supr" como espacios tenía Juan Manuel Méndez. Y quedó su nombre a solas en el dibujo de la cubierta. Guardar. Enviar. Enter. 
     Lo habían compartido todo desde que se conocieron. La juventud, las juergas, las chicas. Las bodas, los bautizos, las comuniones. Pero entonces llegó ella. La única tan fuerte como para separarlos para siempre. Seguro que  de llamarse Elena, o Sara, o María, hubiera tenido menos éxito que de llamarse Codicia.



p.d: Debo la cita del principio a Gloria, que me la escribió en un libro que me regaló en 1991. Puede que parezca que la cita era más  regalo que el libro, ya que esta ha perdurado en mi memoria, y el libro ,El arte de amar, de Eric Fromm, pertenece a esa categoría de "esas cosas.. ¿quién las lee?", bien es verdad que a mí eso me ha fascinado siempre. Sin embargo, y tras tantos años, se ha más que demostrado, que el regalo era ella, como profesora y como amiga. Siempre gracias, Gloria.




domingo, 27 de julio de 2014

La Palabra

     "La palabra es un poderoso tirano, capaz de realizar las obras más divinas, a pesar de ser el más pequeño e invisible de los cuerpos. En efecto, es capaz de apaciguar el miedo y eliminar el dolor, de producir la alegría y excitar la compasión" Elogio a Elena.- Gorgias.


   Hay para quienes, en el mundo, no hay más que palabras, y son las palabras las que construyen el universo.
     Hay a quienes les duele la incertidumbre de un silencio infligido más que un látigo que les rasgara la espalda; quienes sangran más por una palabra asestada que por la herida de una daga. Son esos a los que, cuando caen de rodillas en la batalla, no les acompañan los zumbidos agudos de las balas, ni el silbido cierto del acero de la espada, sino los ecos unas frases letales.
    Hay quienes, cegadas por el sol de que las quieran, no distinguen entre el amor y las lisonjas adornadas de adjetivos y nombres, de verbos en tiempos de promesas.
     Hay tanta Elena, tanta Inés desvalida y sola en medio del mundo.


CHICA

     - ¡Pero chica!, ¿Tú qué haces aquí?
     No fue la cara de sorpresa embarazosa que puso al abrir la puerta, a pesar de la amplia sonrisa de dientes perfectamente alineados y completamente blancos que la fascinaban ,ni la distancia que marcó desde que no se le iluminó la cara y se acercó a darle dos besos nerviosos . En las mejillas.
     Ni siquiera fue que no la invitara a entrar inmediatamente, ni que se excusara diciendo que estaba sudado porque acababa de llegar de una reunión maratoniana y aún no se había duchado para no abrazarla. 
     Fue la manera en que dijo "chica".
     Ella había dejado la maleta a un lado, apoyada en la pared al lado de la puerta, donde él no podía verla, porque suponía iba a saltar a horcajadas sobre él nada más abriera la puerta, para explicarle entre besos que se le salía el corazón del pecho de la emoción de haber venido para quedarse. Trescientos kilómetros no es nada, se habían dicho millones de veces por teléfono, email, wassap, desde que lo trasladaron. Y por fin ella se había decidido a dejar atrás otra vida, como tantas veces habían soñado, había hecho la maleta, y se había presentado desnuda, sin más armas que su mirada a decirle por fin, que sí, que se quedaba para siempre.
     Pero entonces él dijo: "chica". Y ella desconectó. Dejó de escuchar sus excusas que ya caían en cascada en el reguero de sangre acuosa que se había convertido su cerebro. Y murió de pie, como los árboles, aguantando la sonrisa y diciéndole que no se preocupara, que hiciera lo que tuviera que hacer, que iba a dar un paseo y que después volvería. Que no se preocupara, que no conocía la ciudad y qué mejor momento para dar una vuelta. Que no pasaba nada, que no se preocupara. Sí. Una media hora. Vale. Y se cerró la puerta.
     Siempre llevaba un pequeñísimo botiquín en el bolsillo exterior de la maleta. Una manía. La había sacado en alguna ocasión del apuro de cortarse la yema del dedo con cualquier saliente, con el afiladísimo filo de un documento. Gajes de secretaria. Desde que el año pasado en aquel viaje a Loira se quemó sin querer con el café hirviendo en la muñeca, también llevaba un rollo de esparadrapo, y gasas.
     Se ató cuidadosamente la mano al asa extensible de la maleta con ruedas con todo el rollo de esparadrapo. Fuerte. Comprobó un par de veces que no se soltaría con un tirón seco. Llamó al ascensor y subió los nueve pisos que le faltaban para el ático, según rezaba la leyenda del botón que coronaba aquella fila perfecta de lucecitas verdes. Con decisión, recorrió deprisa los metros que la separaban del pequeño murete exterior, y tiró con todas sus fuerzas la maleta por lo alto de la tapia del ático, lo que en su pueblo siempre se hubiera llamado azotea.




domingo, 13 de julio de 2014

Oblivion

      El calor me abrasa. Se me derriten las sienes en la sábana. Se me baja la guardia, y, pasados los primeros días de acostumbrarse, camino por ahí con la mirada perdida y las pupilas dilatadas de sombra, dejándome arrastrar por las corrientes del viento.
            Me asalta, y me gana, la desmemoria, ese placer anhelado de la mente rasa, cual si, habiendo llegado a la laguna, hubiera escogido el río Lete, cuyas aguas provocan el completo olvido. Pero se queda solo a ratos. En los huecos, es la nostalgia quien me habita. Me da la sed inmensa del recuerdo, me cambio de río, revisito sitios, releo libros y arreglo estanterías.
            No cierro por vacaciones porque bajo el efecto narcótico de las aguas se alivia el retorcimiento de los sintagmas y se palian gravedades, que ya habrá tiempo de Tortura, que vendrá.

                   
                 RECUERDOS

               Rodri. Si. Rodri. Era Rodri. Creo. No. Seguro. Rodri. He mirado de reojo a la cola que hay detrás de nosotros en la recepción del hotel Superbeach, Tierra-mar-golf-caribe-resort, para hacer el check-in y lo he visto de refilón.
        Esa nariz puntiaguda, torcida solo en el último centímetro y esa anchura de espaldas lo confirman. También el lunar en la mejilla. No pasan los años en balde, y al igual que a mí, a Rodri le han caído unos veinte kilos encima, a ojo, uno por cada año que hace que no nos veíamos. Bueno, yo que venía a desconectar y mira por dónde me encuentro con un compañero de Facultad. Rodrigo Martos, Ojeda, creo...¿ o era Crespo?. De momento no me ha visto, lo mismo ni me reconoce. Mis kilos no son veinte, pero son unos cuantos, y además a mí me han caído una cantidad considerable de colores de tinte, alisadores, cortes de pelo, arrugas, y gravedad.
          Tres niños irrumpen con escándalo en la cola, añadiendo a la ya ruidosa recepción la algarabía propia. Vuelvo a mirar. Joder. Tres, y la señora embarazada. Tomaya. No está mal para quien pensaba no casarse y presumía de militar a la izquierda del amor libre. Vale que con los años uno se vuelve pelín conservador, pero leches, este se ha tenido que hacer del Opus.
            Tela. Rodri. Del Opus. Con ese gusto que tenía por la sodomía, que en las fiestas iba de una en otra preguntando si se dejaría igual que el que preguntaba y tú qué estudias. Menos mal que el día que acabamos en aquel sofá de escay no estaba para pedir nada y nos limitamos al sexo convencional de borrachera. Qué incomodidad. ¿Se acordará? ¿Y ahora qué hago yo? Una semana esquivándolo en el comedor y en la piscina, ya me veo. Todo para no encontrármelo de sopetón y que me lea en la cara que no se me ha olvidado la particularidad de la torcedura, exactamente igual que la de la nariz, que tiene más abajo. Que no he visto otra igual, vamos. ¿No se podría una olvidar de algunas cosas?
             La voz del recepcionista, rotunda y melosa de locutor de telediario, y por lo alto de los ciudadanos de a pie que esperábamos más o menos pacientemente que nos atendieran haciendo cola, dijo:
           - Señor Don Gonzalo Ekiza y familia. Por favor, pueden dirigirse a su bungalow. Ya está todo preparado. Uno de nuestros empleados les acompañará. Ya tienen el servicio esperando en la puerta. Por aquí, por favor. Disculpen la espera y las posibles molestias.
           Pues hay que ver lo que se parecía a Rodri... Dios... sí que estoy nostálgica estas vacaciones.

         P.D: Cuentan las leyendas  que en las aguas del río de Ginzo de Limia ,en Ourense, te sumergías, y como en el Lete, el olvido te habitaba. Aún hoy lo celebran, la festa do esquecemento, la llaman. La fiesta del olvido. Debe ser ese olvido, intermitente, pues a los gallegos les queda morriña eterna.

domingo, 29 de junio de 2014

Resaca


            La claridad me ha quemado unos párpados que no abriré todavía y me ha traído a la memoria, oportuna, la estrofa de una canción de Sabina: “Pero ya no era ayer, sino mañana, y un insolente sol, como un ladrón entró…por la ventana”. Anoche yo era una ola rotunda que rompía con estruendo en la playa, con risas y volteretas. No me cansaba de jugar, de acariciar con labios de arena mojada mejillas nuevas, y desvanecerme una y otra vez ante mi propia voluntad de no aceptar otra copa. Desplegadas las alas, hubiera vendido mi alma al diablo para que se parara el tiempo y seguir disfrutando la brisa del mar en la escollera de esa calle estrecha, y poder beberme más cervezas. El mar. Una de mis obsesiones justas. El mar es ahora la cama, tal se mueve, como si me mecieran, flotando y desmadejada, las olas; y el estómago un puro pozo de espuma y sal; y la sed, eterna. El sudor me inunda la canal del pecho y me hierve la frente, aunque aún tenga las entrañas de piel de gallina del frío de madrugada. Me asaltan de repente los flashes de la noche, las caras a cámara lenta, las risas, el olor a salitre del bar y la pena : la luna, las mareas, la locura. El bamboleo de unos tacones demasiado altos y una sensación seca de abandono, que me deja la lengua aún más pegada al paladar, el amargo sabor a hierro del remordimiento y el estómago bocarriba. Intento moverme pero ya no soy ola, ahora solo soy ballena varada en la playa.
          Cuando logre despertar pasaré el día en ese estado semiconsciente y melancólico del que ha perdido el rumbo para siempre. Cómo he podido, otra vez, jugar a ser ola, dejarme inundar por la cresta descascarada del placer del olvido. Pero hasta que ese tiempo llegue, no voy a nadar a contracorriente, yo, que cuando quiero esconderme, vuelvo al mar, solo tengo que abandonar mi cuerpo arrastrado por la resaca, y me dejo soñar:


        Leonard tiene un sueño profundo. Nada puede despertarlo una vez que respira hondo dos veces y balbucea algo ininteligible a eso de las doce. Yo me levanto dos veces por semana sigilosamente sobre la una y poco, le doy un beso en la frente, y me voy a amar a Rony, que tiene diez años menos y vive al final del corredor. Siempre vuelvo antes de las tres y me meto en la cama con cuidado. Leonard suele darse la vuelta y abrazarme nada más intuye mi cuerpo cerca.
      Cuando Leonard me contó que había soñado un par de veces que una dama preciosa se le acercaba a la cama en mitad de la noche, le daba un beso en la frente y salía de la habitación hacia el corredor, pensé que debía extremar las precauciones.Por algún motivo Leonard andaba más inquieto de lo normal y seguramente se habría medio despertado al darle el beso. Descarté los besos a partir de aquel momento, pero no podía evitar seguir visitando a mi amante, así que procuré hacerlo de la manera más silenciosa posible, y además de la ropa, también me dejaba los zapatos.
          Como desde el día que me contó lo del sueño no hacía otra cosa que pensar si en realidad Leonard sospechaba algo, hace unos días, en el desayuno, le pregunté como quién no quiere la cosa, qué había sido de la dama de sus sueños.
          —Ahora la dama va descalza—me contestó tranquilamente— y hace algún tiempo que ya no me besa la frente. 
          A mí se me cruzó un nudo en la garganta que tuve que digerir con un sorbo de leche un poco más grande de lo habitual. Estaba claro que Leonard lo sabía, y me preparé para escuchar mi sentencia. Sin embargo, lo que se me instaló fue un escalofrío eterno a la altura de la nunca, cuando le escuché continuar:
         —Te has puesto lívida, mujer, no te pongas así. Quédate tranquila. Es Gabriella, una hermosa pelirroja que vivió en esta misma casa hace unos trescientos años, cuando en la planta del edificio había un Lazareto, ¿te acuerdas que lo oímos en las noticias? Ella era enfermera. Ya no me besa la frente porque no se despide, sino que se queda conmigo mientras tú no estás, pero no te preocupes, siempre se marcha justo antes de que tú llegues.




domingo, 15 de junio de 2014

Almas

                  Tuve suerte. Esta vez, a quien quiera que le tocara repartir las almas, hizo bien su trabajo. La segunda mitad europea del siglo XX no estaba mal, y el Sur de un país como este no resultó la peor elección. Me mandó a un sitio peculiar, eso sí, y me tocó cuerpo de mujer, que no era precisamente lo que menos sufrimiento podía causarme, pero en compensación, me dio la Luz. 
             La Luz, sin la que no se ven las sombras. Ese regalo divino y envenenado del que nunca puedes zafarte. Un privilegio hermoso y un desasosiego constante. El destello de brillo en el ojo, la sonrisa de anticipación del placer. Qué distinto hubiese sido todo si no la tuvieras. Pero esa luz también lleva una condena: la amargura eterna que supone no poder olvidar lo suficiente.  

               DOÑA ISABEL
            
            No tuvo que verlo más que un par de veces para comprender cuánto iba a dolerle, pero tampoco quiso hacer nada para separarse de él. Ahora, desde la distancia, Isabelita Cela no sabía muy bien dónde en su interior había ido a parar aquella adolescente que se derramaba en la manos de Paul Beltrán todas las veces que él quisiera, sin solución. Sin embargo, y a pesar de que el matrimonio ventajoso con Rafael hacía que ahora fuera Doña Isabel , y de que por nada del mundo encendería aquellos fuegos de antaño, ni catorce años de aeropuertos y viajes, ni todos los cuerpos que hubiera visto desde entonces le habían hecho olvidar el suyo.
         Sabía que no estaba muerto por la casualidad que había supuesto que alguien mencionara su nombre en una cena, y porque aún la acechaba en sueños. No podía ser que alguien que ya no estuviera entre los vivos la amara aún con ese ímpetu en las noches de calor ciego.
          Desde que había llegado a esta ciudad tenía la sensación extraña de que iba a encontrárselo en cada esquina, y se le erizaba el vello del cogote cuando creía intuirlo unos pasos detrás. No sabía bien por qué después de tantos años su nombre se le venía al pensamiento con tanta frecuencia, y los flashes de aquellos años la asaltaban ahora sin remedio en medio de cualquier cosa. Todos, hasta el episodio que le dejó moratones de meses y la sed por siempre de no volver a verlo. Sería la edad -se decía-. Dicen que al pasar el tiempo uno se da la vuelta, y empieza a recordar hasta lo más recóndito de su memoria. Eso, o que iba a ser verdad lo de las almas. Fuera o no, lo que era seguro es que si había vuelto, esta vez era para matarla.

domingo, 1 de junio de 2014

Rabia

       No consigo dominar la rabia. Esa rabia contenida de la que me hablaba el psicólogo que disfruta con Poe.      
          Lo intenté con el yoga. Lo he intentado con gimnasios, bailes, kárate, taichí, drogas. Nada. Tras largos períodos en los que parezco en calma, dócil, domesticada, la rabia vuelve a surgir, tenaz, implacable.
          Con la rabia no se nace. Esa cólera es inoculada. Es un virus silente, ciego. La herida, al principio, ni la notas.  Ni sabes que la llevas dentro.
          Es solo mirando hacia atrás cuando la ves. Cuando observas un delirio hiperactivo, cuando respiras la ansiedad, cuando no hay otra salida que la violencia. Entonces, y solo entonces, es cuando abominas de las aguas mansas, y solo te quedan ganas de atacar, morder y destrozar. Cuando nunca te sangrarán los nudillos lo suficiente como para saciarte.
          No hay guerrero tan  fuerte. Santa Quiteria me ampare: No hay cura para este mal.      
             Otro botón de muestra:


                     MUERTO
       
                 - Ana, D. Miguel ha muerto.
            Al otro lado del teléfono la voz de su madre suena rota, compungida de dolor. Apenas parece la suya, ahogada en lágrimas como tiene la garganta. Le cuenta que ha sido en la noche, sin dolor, Gracias a Dios.
         - Niña, tú sabes D. Miguel fue el mejor señor que podíamos tener, no sé que hubiera sido de nosotros sin él. Qué pena, qué pena , Dios mío, ¿por qué siempre se van los mejores? Por supuesto que todo está dispuesto para que puedas venir al entierro. Con lo que él te quería, que te dejaba estar en la casa grande como si fueras otra más de sus hijas, y cómo le gustaba que le leyeras. Que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Es lo menos que puedes hacer. La señorita Elisa ya me ha dicho que te va a hacer una transferencia para que puedas comprar el billete.
             Ana cierra los ojos y visualiza con desgana el aeropuerto, el avión,  el entierro, el pueblo.
           - Claro que sí, mamá, ahora mismo me pongo y busco el primer vuelo. Dame el móvil  de Elisa. Quédate tranquila, que llegaré a tiempo.
            No hay un gesto de dolor. Solo  un atisbo de tristeza, una mueca de asco por no haber tenido nunca suficiente valor para haber matado al puto viejo con sus propias manos, mientras le repetía  al oído:
             - No te muevas. Y no vayas a contárselo a nadie.

lunes, 19 de mayo de 2014

Puro Sado

     Hubo a quien el post Pecados, en Febrero, se le quedó corto, y pidieron más. Espero que esta dilación les haya aumentado la expectación, el deseo.
     La crueldad refinada que supone retrasar a sabiendas lo que produciría un placer lo aumenta, lo lleva hasta su más alto extremo cuando se alcanza.
     En la excitación que produce en las neuronas una actitud, un gesto que nos ofrece promesas de culminar nuestros más íntimos sueños de libertad es en lo que consiste el sexo. 
      No, no está en el cuerpo. No está en el exterior. La piel no es más que un instrumento que debemos traspasar hasta llegar a lo que realmente soñamos. El manejo del hambre y el ansia, la tentación y el deseo, la cercanía, la privación, el premio, la presión del corazón en la boca, los latidos de la sangre en las sienes. Las fantasías solo tuyas. Podemos acariciar, rociar, manipular, pellizcar o lamer un cuerpo que responde a estímulos físicos, pero no será nuestro si no lo es su mente.
     Proliferan en las casas modernas las esposas con plumas, los geles lubricantes de frío, de calor, de colores y sabores exóticos, vibradores, bolas de diferentes tamaños y diversos usos. Todo instrumento es poco para proporcionarnos el ansiado éxtasis de placer, el anhelado relax absoluto del que nos priva nuestra ajetreada vida llena de preocupaciones y estrés. Seguidores sumisos y sectarios de la religión del consumo, nos dirigimos raudos a por la solución y colapsamos las páginas web de objetos eróticos o aprovechamos la aventura anónima del macrocentro comercial para interesarnos en las novedades de las estanterías del sex shop más a la mano. Y practicamos como el que practica deporte.
      No hay comparación entre un orgasmo fruto del deseo más intenso de unas neuronas sedientas y otro que es el resultado de ejercicios físicos, de prácticas medidas, de causas y efectos.
     Lo bueno de esta moda deportiva es que se revaloriza la Literatura Erótica. Para aquellos que despertados por las insidias de Grey, tengan valor para adentrarse en otras verdades: Justine, La filosofía en el tocador, ambos del Marqués de Sade. Pero han de saber que la revelación es posible, y que a su lado las prácticas de Anastasia y Grey no son más que juegos de niños. Para los que busquen experiencias más livianas, cualquier recopilación de las buenas de cuentos eróticos de estación, que los hay de invierno, de verano, de navidad. Y casi toda La Sonrisa Vertical. Y muchas historias más, tantas, como personas. Solo hay que encontrar la tuya.

          UN DELANTAL



     La recibió en el porche, llevaba una copa de vino en la mano y un delantal. No recordaba cuanto tiempo de palabras después, la cogió del brazo, y en el pasillo, le tapó los ojos con un pañuelo. La condujo al comedor. La sentó a la mesa. Ella se derramó por primera vez mientras él le recitaba al oído todas las delicias del menú. No había llegado siquiera a contarle que además, en los postres, ella iba a ser el mantel.

domingo, 4 de mayo de 2014

De partos y visiones

       Se pare con esfuerzo, con trabajo, incluso a veces con dolor. Es mentira esa visión romántica de que al escritor lo visitan las Musas y en un torbellino febril se crea y se consigue todo. Por el contrario, se parece más el oficio al del escultor incansable, que a golpes de paciencia intenta que los demás vean lo que él visionaba en el interior de la mole. Tiene mucho de albañil, que va construyendo  poco a poco, haciéndole hueco al próximo ladrillo, de orfebre meticuloso, que necesita igual de fuerza que de habilidad.   
            Es verdad que ni todos los partos son iguales, ni todos los niños rollizos al nacer; pero la escritura es, al fin y al cabo,  un trance, del que se sale más o menos airoso dependiendo de tu fortaleza, pero también de tu dedicación. Es además una magia divina, un don al que no basta querer para merecer y tener, un esfuerzo ingrato y mal pagado; un segundo en la cumbre después del orgullo de escalarla durante meses, que bajas de bruces  con el primer empujón de alguien que  te lee y a quien no le gustas, y después, vas, y te levantas y vuelves a subir.
          En esta mayéutica infinita que es para mí la vida, se agradece bastante encontrarte con una buena partera, o partero, la cosa es aprender, y en ello estoy siempre.
            Hoy, una de terror.

            VÍNCULO

Durante diez años le pidió a Dios cada día, con egoísmo infinito, que él no se hiciera famoso, solo por no soportar la tortura de ver su nombre en todos sitios. También pedía, si podía ser, que no la recordara. Pero un día, revisando el correo electrónico, encontró un email con su remite y el corazón casi se le sale por la boca. Preguntaba si lo había visto en la tele, y decía acordarse  de los seis meses de cartas de amor,  de los desayunos, y de más cosas; que le gustaría volver a  verla, y volver a usar las cuerdas con  las que disfrutaban tanto.
 Contestó. Sopesó no hacerlo, pero incitarlo con ello a que la buscara era peor. Temblándole los dedos en  cada tecla,  poniendo especial cuidado, buscando la ayuda inestimable de las  palabras neutras, intentó con la respuesta, ante todo, aparentar que lo había olvidado, y que no le inquietaba que él a ella no. Solo procuró que no volviera a sus  ojos la imagen de cuando, por primera vez, la ató. Ni siquiera le preguntó cómo la había encontrado. Las lágrimas y el miedo… se los tragó.
Cuando la veas, fíjate en sus muñecas siempre adornadas con un número excesivo de  pulseras. Lleva las marcas de las cuerdas debajo.

p.d: No importa la edad que tengas, cuando se muere tu madre siempre es demasiado pronto, y no hay soledad en el mundo comparable a que ella ya no esté. Reitero la obviedad de que la echo de menos todos los días, no solo este. Mi padre moría llamando a la suya, quizá yo también tenga la Gracia de no morir de improviso, sino de hacerlo mientras me dirijo a ella para darle un abrazo.


domingo, 20 de abril de 2014

Cardiomegalia

             Me advierte mi personal sanitario de cabecera de los riesgos de la hipertrofia del corazón, menos mal que hay bastantes probabilidades de que eso no me ocurra jamás. Al menos eso es lo que seguramente piensan quienes me han visto asesinar mujeres y niños sin inmutarme siquiera, permanecer impertérrita ante alguien que llora, recoger cadáveres de las bañeras, desmembrar nombres sin piedad. Para los que ahora abren los ojos atónitos pueden encontrar pruebas en los posts anteriores o en el libro que recoge algunos de mis relatos: Un corazón de hormiga, en el que, quitando el que le da título, solo habitan horrores de ese calibre.
           Solo quien se ha acercado de verdad, sin prejuicios ni estereotipos que satisfacer, ha podido ver que en realidad tengo el corazón de cristal, roto y una y mil veces desde que late, con el recubrimiento hosco e irregular que deja la pátina de capas superpuestas de superglue. Con tal ejemplar dentro del pecho, por mucho que me empeñe, no puedo escribir de otra cosa que no sea de amor, me dijeron una vez. Eso explica muchas cosas.
             Sin embargo , se ve que disimulo bastante bien. Opina uno de los psicólogos del público que es que tengo mucha rabia contenida, pero eso lo trataremos otro día, hoy, intervención de urgencia a corazón abierto.

             SIEMPRE

                Sintió el inequívoco pellizco en la boca del estómago al salir a la puerta, mirar hacia ambos lados, y no verlo llegar aún. Se miró los zapatos, se alisó el vestido y se retocó un poco el flequillo. Haciendo tiempo, disimulando los nervios que le producía la espera. Resopló. De no haber dejado de fumar esta era una de esas ocasiones en las que no desaprovecharía fumarse un cigarro. Miró el reloj.
                En realidad tampoco se estaba retrasando tanto. Ella, como siempre, se había adelantado un pelín a la hora acordada por entusiasmo, por las ganas de verle hoy otra vez, y ahora le tocaba sufrir las consecuencias de su precipitación.
        Volvió a mirar hacia el final de la calle, por donde él debía aparecer, e instintivamente dio unos pasitos en esa dirección. No. Hoy, le tocaba a él. Habían quedado. Vendría.
                Lo vio venir de lejos. Hubiera reconocido aquella cadencia al andar entre todas las del mundo. Aunque aún no alcanzaba a ver su cara no iba a equivocarse. Casi podía escuchar como el talón de su bota izquierda rozaba levemente con la losa de granito al adelantar el pie.
               Pudo sentirse el pulso acelerado en las sienes y en las venas del antebrazo. Le temblaban ligeramente las piernas, por un momento se arrepintió de haber elegido unos zapatos con un poco de tacón.
             Cuando él llegó a lo alto de la colina se miraron a los ojos, se dedicaron una sonrisa, y siguieron el camino hacia el parque cogidos de la mano.
            Después de veintitantos años pensando que no volverían a verse, había que celebrar cada día que sus respectivos hijos hubieran elegido para ellos, sin saberlo, unas residencias que solo distaban unos cien metros, y que nunca vinieran a visitarlos.


           PD: Agradezco de corazón a aquel maestro, D. José María Alcántara, que no me dijo que no cuando alargué el brazo en la biblioteca del colegio y cogí por primera vez Cien años de soledad. Tenía doce años. Crónica de una muerte anunciada la leí en una noche febril de verano, mientras mi madre me gritaba de vez en cuando que apagara ya la luz, pero yo no podía dejar el relato. Ahorré religiosamente para regalarme por navidad unos libros que no formaban parte del programa de mi carrera : La hojarasca, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Ojos de perro azul, La mala hora, Los funerales de la mama grande. Y cómo los disfruté. Recuerdo con emoción mi veintiún cumpleaños porque el regalo fueron los Doce cuentos peregrinos. Jamás me he recuperado de la revelación descarnada que supone leer Del amor y otros demonios, otro hermoso regalo en una mañana de luz que nunca olvidaré. Si alguien me preguntara alguna vez cuál es mi novela de amor favorita, la respuesta sería sin dudar un segundo El amor en los tiempos del cólera. 
          
           Hay a quien no le gusta Gabriel García Márquez, aunque ahora ya se sabe que para todos será un gran genio. Para mí, cualquier ocasión es buena para revisitarlo. No tengo que buscar demasiado, siempre lo llevo en el corazón.

miércoles, 2 de abril de 2014

Sonrisas

       Pese a lo que pueda parecer, por mis recientes muestras de capacidad pulmonar en profundidades abisales, a  mí me encanta reírme. Y me río sano y bien. Tengo una sonrisa de esas pícaras para las ocasiones en que se precisa discreción e ironía, pero a mí como me gusta reírme es a carcajadas, con las lágrimas rodando por la cara y sin medida. Eso de no tener medida para sentir es algo que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Un inconveniente es que cuando se trata de algo malo, también se vive intensamente, como si no hubiera salida de los abismos, como  si no existiera nada más que ese frío que te ocupa. Una ventaja es que puedes darle la vuelta a cualquier cosa y reírte de lo que menos se piensa, no necesitas demasiado para que te asome la sonrisa, y a veces vas como a dos metros del suelo, con una risita por fuera de cosas que solo tú ves por dentro. A veces no hay otra arma más eficaz contra la realidad diaria.
          
          Apartémonos hoy un poco del negro, que ya ha llegado la primavera, con todo su peso en alteraciones varias, y otro día hablamos de ciclotimias.

DEPORTES DE RIESGO

          Cuando me lesioné la espalda el verano pasado  y no podía mover el cuello sin que una especie de puñal se me clavara a la altura del omóplato izquierdo, y dado mi absoluto rechazo a medicarme a las primeras de turno, pensé en la Fisioterapia. Consulté con los amigos, y todos coincidían en que lo más seguro es que me aliviara  un tratamiento de ese tipo, pero lo malo era  que los que lo habían probado decían que dolía bastante mientras te trataban. Arriesgándome, empujada  por el  horrible dolor que sentía, y no sin antes darle más de una vuelta, decidí visitar un centro especializado.
      Una vez disipadas todas las dudas sobre mi historial médico y de explicar puntualmente la causa de mi lesión en la consulta, me tumbé en la camilla. Durante casi tres cuartos de hora, y en silencio, unos brazos fuertes me colocaron en posturas imposibles, me retorcieron y crujieron casi todos los huesos del cuerpo, me tocaron el interior de las muñecas, el vientre, las axilas, la mandíbula, el cuello y los pies. Estaba tan admirada de la destreza, de la delicadeza con que manipulaban cada coyuntura, cada músculo, de la presión justa que imprimían en cada gesto esas manos, que no me resistí en ningún momento. No podía entender como algunos habían osado comentarme que tuviera cuidado, que iba sentir dolor.
          No sé si fue que la camilla estaba justo debajo de un ventanal por el que entraba una luz espléndida y que podía entrever las pocas veces que abría los ojos, la suave música de fondo, o  los aceites que iban aplicándome en la piel, lo cierto es que para cuando algo rozó por casualidad mi nariz en una de las posturas, y pude oler el perfume que emanaba esa piel, yo ya me había abandonado.
        No recuerdo haber oído un “túmbate boca abajo ahora, por favor”, pero cuando tenía clavada en la frente y en el mentón la abertura de la camilla, y me desabrocharon el sujetador para poder amasar con libertad la parte alta de mi espalda, abrí la boca desesperada, y cerré con fuerza la garganta para intentar ahogar un gemido de placer sin mucho éxito, al tiempo que contraía con fruición todos mis músculos conocidos de cintura para abajo. Suerte que en estos trances terapéuticos, el quejido contenido es frecuente, sobre todo cuando la lesión es dolorosa. No hubo ningún comentario al respecto, ni siquiera sobre la absoluta relajación en la que me sumergí durante unos instantes, y yo me sentí en la gloria. Me despedí con agradecimiento sincero y augurando no volver en mucho tiempo. 
         Un mes más tarde volví a sentir el pinchazo inequívoco debajo del  omóplato izquierdo. Esta vez, con un episodio agudo, tuve que dirigirme de urgencias al médico. El doctor me recetó  un relajante muscular muy efectivo que paliaría el dolor unos días, pero que no me curaría. Además me aseguró que, lo tomara o no, muy probablemente estos episodios se repetirían en el tiempo, pudiendo retrasarlos únicamente si me pasaba por la consulta de un buen fisioterapeuta con cierta periodicidad.
          Casi le doy dos besos de alegría, pero me contuve. Supongo que no habría entendido por qué, mientras me comunicaba que mi lesión tenía tintes de ser crónica, yo sonreía de oreja a oreja. Era divertido pensar la cara que habría puesto si le hubiera explicado que llevaba ya algunos días dándole vueltas a si sería demasiado doloroso arrojarme a toda velocidad con tacones por la rampa del supermercado, simulando que llevaba mucha prisa, para ver si me torcía un tobillo, o si merecía la pena pagar la carísima cuota del gimnasio de mi barrio con la esperanza de provocarme algún daño haciendo pesas. Lo que fuera con tal de volver a la consulta de Fisioterapia y poder sentir otra vez esas manos sobre mi cuerpo, lo que fuera por tumbarme en esa camilla durante algunas sesiones más. Luego, si mejoraba, siempre podía empezar a salir correr cada tarde, o a practicar algún deporte de riesgo.