miércoles, 19 de marzo de 2014

Estertores de invierno

Antes de que, llamados por la hipnotizadora voz del sol, nos perdamos en melosas exaltaciones a la primavera. Antes de que todo lo ocupen los colores del olor a azahar y  esos sabores que nos transportan la mente a posiciones menos discretas. Antes de que nos volvamos a quedar ciegos de deseo revisitando párrafos encendidos y celebremos todas las posiciones del cuerpo ajeno en nosotros. Antes de que nos tumbemos bocarriba, exhaustos por la calima, olvidando que hemos tenido un invierno tan lluvioso y cruel como el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo. Antes de que deambulemos de enajenada voluntad por playas y terrazas. Antes, quiero hacerles un regalo a aquellos que ansían las oscuridades y piden negruras a voz en grito, desde el fondo más opaco de mi cajón. Espero que os guste:  

              EL MURO                         
          Los operarios municipales habían trabajado sin descanso durante casi una semana. Un trasiego continuo de camiones de carga había desalojado muebles y enseres, los restos carcomidos del artesonado de madera y hasta la rejería barroca. La casona de los Ibargüen, lejos de su antiguo esplendor, se reducía ahora a toneladas de escombros acumulados en el vertedero comarcal. Sin embargo, el robusto muro doble que separó en su tiempo la cocina de las cuadras, aún se tenía en pie. Los trabajadores se afanaban  para terminar el derribo a golpes de pico y maza.

         Carlos y Elisa Ibargüen habían sido los solitarios habitantes del caserón durante más de cincuenta años, desde que sus padres murieron en un desgraciado accidente y ellos quedaron al frente de la Hacienda. Carlos, trabajador incansable y de carácter austero, había administrado con diligencia los campos y  rentas, y Elisa no tuvo poco trabajo con gobernar la casa y sus necesidades. Se decía en el pueblo que entre la tristeza y tanto que hacer, no les quedó tiempo para sus vidas, y pasaron los años sin otra distracción social que ir cada domingo a misa, a confesar una y otra vez la más piadosa de las existencias.


        Sin herederos que disponer de  la casa, el Consistorio  decidió  derruirla para construir un parque municipal, pero ni siquiera el Alcalde, áspero e inclemente,  pudo contener las lágrimas cuando, abriéndose paso entre el gentío de curiosos, contempló una tras otra, las cajas de plata y los  pequeños esqueletos que los hombres habían encontrado dentro del muro.            

jueves, 6 de marzo de 2014

Equivalencia

“No deseo que tengan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas”

Mary Wollstonecraft

                    No somos iguales. Ni siquiera la evidencia física basta para sacar a algunos de su empecinamiento en la tabula rasa. No son iguales ni nuestro cuerpo ni nuestras mentes, acaso nuestras almas en tanto que humanas, poco más. Solo con nuestra diferencia esencial creamos, seguimos adelante como especie, evolucionamos a través del tiempo. Ser iguales se antoja tarea difícil si no imposible, aspiremos pues a la equivalencia.
           A veces me pregunto si se resolverá alguna vez esta guerra inútil, o será algo endémico. Un atávico gen del que no nos podemos desprender por mucho que evolucionamos. No es cuestión de enumerar las víctimas, ni de reducir a meras cifras la diferencia entre la política de Igualdad y sus resultados. No es cuestión de relatar cada una de las circunstancias que a diario nos recuerdan que por mucho que la ley lo diga, de facto no lo somos. Es cuestión de volver a decir, hasta que se nos canse el Ser de agotamiento,  que somos Equivalentes. Que tenemos el mismo valor, y que  es una pena inmensa que tengamos que seguir gritando para recordarlo, y no solo estos días, por la triste  efemérides, sino cada segundo de nuestras vidas.
  Y es justo decir que se me inundan los ojos de rabia solo de tener que hacerlo. Porque sé de lo que hablo, y no hablo de oídas. Está en la educación que demos a nuestros hijos la horma de este zapato, pero para eso primero tenemos que saberlo nosotras mismas. Tenemos que saber que otro orden de cosas es posible en lo privado y en lo público y que es una vergüenza y una tristeza para todo el género humano que mueran mujeres por serlo, y que no seamos capaces de resolverlo.
        Viven para siempre en mi biblioteca tantos nombres de mujer que por querer mencionarlos todos puedo olvidar alguno, y no quiero. Y  viven no solo grandes escritoras, sino también magníficos personajes femeninos escritos por hombres. Hay luchadoras, cobardes, señoras, criadas, madres, hijas, esposas, cortesanas, soldados, amantes, religiosas, descreídas, libres y esclavas, putas y santas. Las hay malas y buenas, viejas y jóvenes, guapas y feas, fuertes y débiles. Creo que también habrá aproximadamente la misma cantidad y variedad de personajes masculinos, o no. No lo sé.  No creo que exista una diferencia  si yo no la pienso a priori. Cuando leo un libro no tiene mucho que ver con que su autor sea hombre o mujer, o su protagonista lo sea.
            Una querida amiga me pregunto un día por qué, en mis relatos, mato mujeres. ¿A sí? -Le dije-, no me había fijado, no te preocupes que si quieres empiezo a matar hombres.  Creo que desde entonces he matado unos cuantos, o no. Si alguien se anima que los cuente.

            PERDÓN
           Lloró. Se arrodilló a sus pies y le besó los tobillos, el empeine. Le cogió las manos y apretándolas con fuerza imploró perdón. La miró a los ojos desencajados  y le dijo una y otra vez  que era la mujer de su vida, la única, su amor. Sólo unos minutos antes, a Adela había dejado de manarle la sangre del agujero del disparo, y una mancha negruzca empezaba a solidificarse en el borde de la alfombra, justo debajo de la pata del sofá donde cayó de espaldas. Todavía no se oían las sirenas de la policía.