Antes de que, llamados por la
hipnotizadora voz del sol, nos perdamos en melosas exaltaciones a la primavera.
Antes de que todo lo ocupen los colores del olor a azahar y esos sabores que nos transportan la mente a
posiciones menos discretas. Antes de que nos volvamos a quedar ciegos de deseo
revisitando párrafos encendidos y celebremos todas las posiciones del cuerpo
ajeno en nosotros. Antes de que nos tumbemos bocarriba, exhaustos por la calima,
olvidando que hemos tenido un invierno tan lluvioso y cruel como el Monólogo de
Isabel viendo llover en Macondo. Antes de que deambulemos de enajenada voluntad
por playas y terrazas. Antes, quiero hacerles un regalo a aquellos que ansían
las oscuridades y piden negruras a voz en grito, desde el fondo más opaco de mi
cajón. Espero que os guste:
EL MURO
EL MURO
Los operarios municipales habían trabajado sin descanso durante casi una
semana. Un trasiego continuo de camiones de carga había desalojado muebles y
enseres, los restos carcomidos del artesonado de madera y hasta la rejería
barroca. La casona de los Ibargüen, lejos de su antiguo esplendor, se reducía
ahora a toneladas de escombros acumulados en el vertedero comarcal. Sin
embargo, el robusto muro doble que separó en su tiempo la cocina de las
cuadras, aún se tenía en pie. Los trabajadores se afanaban para terminar el derribo a golpes de pico y
maza.
Carlos y Elisa Ibargüen habían sido los solitarios
habitantes del caserón durante más de cincuenta años, desde que sus padres
murieron en un desgraciado accidente y ellos quedaron al frente de la Hacienda.
Carlos, trabajador incansable y de carácter austero, había administrado con
diligencia los campos y rentas, y Elisa
no tuvo poco trabajo con gobernar la casa y sus necesidades. Se decía en el
pueblo que entre la tristeza y tanto que hacer, no les quedó tiempo para sus
vidas, y pasaron los años sin otra distracción social que ir cada domingo a
misa, a confesar una y otra vez la más piadosa de las existencias.
Sin herederos que disponer de la casa, el Consistorio decidió
derruirla para construir un parque municipal, pero ni siquiera el Alcalde,
áspero e inclemente, pudo contener las
lágrimas cuando, abriéndose paso entre el gentío de curiosos, contempló una
tras otra, las cajas de plata y los
pequeños esqueletos que los hombres habían encontrado dentro del muro.