lunes, 20 de junio de 2016

Ciegos



   Nos preferimos ciegos. Corremos cortinas, bajamos persianas, llevamos gafas opacas. Giramos el cuello, nos protegemos la piel con visiones amables.

      Encantados, nos despojamos de la luz, y nos asoma una sonrisa idiota. 

      Satisfechos y ufanos, nos paseamos zombis por el mundo, ese mismo que deja de ser humano a pasos despiadados y atronadores, a nada que nos queramos asomar a verlo.

      Quizá , sea solo el más puro instinto de supervivencia. Mirar al horror a los ojos no cabría en nuestras débiles alforjas, moriríamos de estupor y miedo. Creídos como estamos en la necesidad del premio sin esfuerzo y la inexcusable felicidad de la vida, contemplar que sufrimos sería un fastidio, admitirlo... ya demasiado.



UNA CRUZ DE SAL

     Aún les quedan unos días más en el campamento, o eso creyó entender ayer entre la multitud que se agolpaba alrededor de aquel señor con bigote al que, aunque se le veía el esfuerzo por alzar la voz, apenas podía oír, de puntillas y con el cuello estirado a lo más que podía.

     Hace un mes que les siguen repitiendo que serán días, pero Ebru empieza a perder la esperanza de salir alguna vez de aquel asentamiento tumultuoso de almas a la deriva.

     Hoy, mientras vuelve de esperar la cola para recoger el agua, ha dejado ya de preguntarse por qué es ella la que sobrevive en vez de los que murieron en el camino, o si Dios la seguirá castigando de por vida por haber huido del infierno de su casa; quizá sea que la vida no es más que una sucesión de infiernos.

     El viento helado en la cara, el cielo negro y el resplandor intermitente de los relámpagos otra vez traerán la lluvia. Y se acuerda de su abuela, y de la casa grande, y de que cuando había tormenta, ella la enseñó a dibujar una cruz con sal en el alféizar de la ventana, y a rezar para que se alejasen los truenos.

     Le ha robado a Shideh, con la que comparte el espacio del miedo en las noches, el frasco de sal que tiene escondido entre la ropa, debajo del trozo de espuma que usa a modo de almohada. Allí guarda también un amasijo de hojas arrugadas de color sepia que dice que son sus papeles, y a los que sabe por experiencia que defendería con su vida.
     Con las manos ateridas la ha amontonado, y le ha dado forma de cruz en una esquina de la tienda, al lado de la apertura a falta de alféizar, y de ventana, y acurrucada en cuclillas se ha puesto a rezar, para que se aleje la tormenta.

sábado, 16 de abril de 2016

Enemigo necesario



     Hay, quien necesita un contrario para respirar. Un adversario aguerrido y entregado que le mantenga alerta, vivaz.

     Un muro contra el que estallar los puños de ira o de impotencia, un motivo, un rival al que odiar y respetar. 

     Ese contrincante constante al que enfrentarse con tesón y encono, el que alimenta el corazón guerrero , inasequible a la paz.

    Hay, quien jamás admite la derrota, quien nunca claudicará de sus empeños, quien odiará hasta la muerte a ese portador de sangre totalmente irreconciliable con la propia. Ese antagonista eterno que dé un razón para luchar, tan devastador, tan necesario.

     Hay, quien a falta de compañero, permanece agazapado ,inane, hasta que el destino le proporcione otro cuerpo a quien detestar.



SUPERVIVENCIA

     En su cubículo, se muestra apática, adormilada, lenta. Se desplaza con desgana hacia los sitios necesarios. Comida. Agua. Pis. Sigue sus rutinas con parsimonia.

    Es dócil, trabajadora, tenaz. A veces levanta los ojos hacia la luz central del techo y observa atenta, como si esperara un cambio, una señal. Al momento vuelve a centrarse y se afana en terminar.

     Al final de día se acerca sigilosa al cristal, apoya la frente cansada, parece, incluso, que fuese a llorar. 

    Cada cierto tiempo, se  introduce un agente externo. Al principio lo observa, lo estudia con tranquilidad. Después se acerca, se comunica, se perfila en sus ojos un brillo diferente, incluso tiene más movilidad. A las semanas, ya le puede la experiencia: toma ventaja, lo enseña, lo acompaña, lo cuida. Rebosa energía, emprende, trajina, redobla la tarea, disfruta. Se esfuerza, frenética , voraz.

    Sin embargo, pasada la novedad, lo que era entusiasmo es lastre. Lo aparta, lo evita, le pesa, le cansa, la atosiga, la agobia. No tarda: se abalanza, lo avasalla, lo anula, le ataca, lo masacra, lo devora.

    Usado el juguete se encoje, se apaga, se diría presa de una astenia vital. Vuelve pronto a sus rutinas: teje, mira por el cristal.

    ¿Su última compañera? Se llamaba Inés. Dos meses. Se fue.

domingo, 13 de marzo de 2016

Catálogo del llanto

           
   Llorar es bueno, purificador, apaciguante.

    A medida que las lágrimas encharcan tus ojos y se precipitan en cascada por las mejillas, el corazón se encoje y se hincha intermitente, a duras penas puede sacar un segundo para mendigar un suspiro que llene los pulmones para respirar.

   Los músculos, que al principio agarrotan los miembros de pura incomprensión, claudican impotentes a la marea, hasta que se relajan exhaustos de haber perdido la batalla.

    Abandonado el lastre la vida comienza de nuevo. Con los ojos rojos, la cabeza azorada, el espíritu laxo, el sabor rancio y metálico de la resignación en la boca. 

     Mi madre no lloraba, decía que de una vez, en que se le acabaron todas las lágrimas.




LA PRIMERA PIEDRA

      Lanzó la piedra con todas sus fuerzas. El disparo salió de su mano certero, sibilante, buscando sin vacilación el objetivo deseado.

    Sin embargo, no pudo contemplar el resultado. Desde la otra colina el jefe de los ladrones se le había abalanzado a traición por la espalda, y lo había tirado en el suelo .

      Jorge se le había sentado a horcajadas en la cintura, le inmovilizaba las piernas con las suyas, ayudándose con las puntas de los pies, con las que le daba golpes nerviosos en los gemelos. Con una de sus manos, la misma en la que tenía la pistola, le agarraba del cuello, evitando que levantara la mejilla de la mezcla de tierra y hierba pisoteada que conformaba aquel trozo de naturaleza escasa de los anexos del colegio. De nada servía que él manoteara intentando arañar con saña el aire por si le alcanzaba alguna tarascada. Con la mano libre, el jefe ladrón proclamaba a gritos que habían ganado y evitaba con autoridad que Enrique, Abel y el Orejas siguieran peleándose entre ellos. La batalla había concluido.

     Mientras trataba de zafarse del zarpazo de Jorge, vio por el rabillo del ojo cómo Morilla, tranquilamente, bajaba del promontorio donde había estado apostado. Venía sonriente, altivo, suficiente como en todas las ocasiones. Agudizó la vista todo lo que pudo, se centró en el recuadro de cabeza al que había apuntado con toda su alma, pero de allí, no manaba sangre. 

   Solo entonces se abandonó al llanto. Un llanto de rabia desesperado que alertó a la madres, que vigilaban de lejos mientras parecían distraídas hablando, pero que enseguida corrieron a socorrer y paliar daños. La reprimenda a los ladrones por haberlo sometido y haberlo retenido a la fuerza hasta provocarle el llanto no lo calmó.

     No era, ni de lejos, el consuelo deseado.

domingo, 17 de enero de 2016

Olímpicos



"citius, altius, fortius"

     Dicen que son altaneros, soberbios, suficientes. Porque muchas veces parecen ciegos, a una distancia insalvable del resto del mundo.

     Dicen que son petulantes, engreídos, presuntuosos. Porque en la mayoría de las ocasiones no pueden parar el ímpetu que les mueve a aportar su visión de las cosas.

     Dicen que son altivos, arrogantes, presumidos. Porque tras la pátina opaca de nuestra ignorancia, solo se ven sus éxitos.

     Lo que no dicen, es que siempre se les pide más, y nunca que les mide por el mismo rasero.

     Lo que no dicen, es que para ellos, un milímetro de fracaso es un abismo insalvable con el que no pueden respirar.

     Lo que no dicen, es que, ahogados en la envidia, solo venderíamos el alma para verlos hundidos.

     Supongo, pienso, creo, sé, que siempre se puede hacer mejor. Desde la cómoda atalaya que ahora regala el tiempo, cuando antes te ha escatimado la distancia, no es difícil verlo. Más, si con el único y cálido abrazo de picar cebolla, se te arrasan los ojos.



ODIOSA

     La odiaba desde siempre, no me da vergüenza reconocerlo. La odiaba mucho, y más a medida que fue pasando el tiempo.

     Llevé a duras penas su vida académica, cuando sus logros superaban con creces los esfuerzos.

     Supuse que no sería garantía para que viviera bien, pero como casi siempre, fui yo la que me equivoqué.

     Me asqueó después ese rictus serio cuando encajaba los reveses del destino, rota quizá, pero jamás hundida, siempre dispuesta a resurgir de cualquier contrariedad. Nunca pude comprender su templanza. 

     No soporté su eficiencia, su cara de saberlo todo a todas horas. Su brillito en el ojo y su sonrisa cuando por fin había comprendido el por qué de las cosas. Sus soluciones claras, lógicas y medidas.

     No veía el día de establecer distancias.

     Por eso, aquella noche mientras andaba dormida, abrí la ventana, y con mucha dulzura, le susurré por dentro: Tírate.