"La palabra es un poderoso tirano, capaz de realizar las obras más divinas, a pesar de ser el más pequeño e invisible de los cuerpos. En efecto, es capaz de apaciguar el miedo y eliminar el dolor, de producir la alegría y excitar la compasión" Elogio a Elena.- Gorgias.
Hay para quienes, en el mundo, no hay más que palabras, y son las palabras las que construyen el universo.
Hay a quienes les duele la incertidumbre de un silencio infligido más que un látigo que les rasgara la espalda; quienes sangran más por una palabra asestada que por la herida de una daga. Son esos a los que, cuando caen de rodillas en la batalla, no les acompañan los zumbidos agudos de las balas, ni el silbido cierto del acero de la espada, sino los ecos unas frases letales.
Hay quienes, cegadas por el sol de que las quieran, no distinguen entre el amor y las lisonjas adornadas de adjetivos y nombres, de verbos en tiempos de promesas.
Hay tanta Elena, tanta Inés desvalida y sola en medio del mundo.
- ¡Pero chica!, ¿Tú qué haces aquí?
No fue la cara de sorpresa embarazosa que puso al abrir la puerta, a pesar de la amplia sonrisa de dientes perfectamente alineados y completamente blancos que la fascinaban ,ni la distancia que marcó desde que no se le iluminó la cara y se acercó a darle dos besos nerviosos . En las mejillas.
Ni siquiera fue que no la invitara a entrar inmediatamente, ni que se excusara diciendo que estaba sudado porque acababa de llegar de una reunión maratoniana y aún no se había duchado para no abrazarla.
Fue la manera en que dijo "chica".
Ella había dejado la maleta a un lado, apoyada en la pared al lado de la puerta, donde él no podía verla, porque suponía iba a saltar a horcajadas sobre él nada más abriera la puerta, para explicarle entre besos que se le salía el corazón del pecho de la emoción de haber venido para quedarse. Trescientos kilómetros no es nada, se habían dicho millones de veces por teléfono, email, wassap, desde que lo trasladaron. Y por fin ella se había decidido a dejar atrás otra vida, como tantas veces habían soñado, había hecho la maleta, y se había presentado desnuda, sin más armas que su mirada a decirle por fin, que sí, que se quedaba para siempre.
Pero entonces él dijo: "chica". Y ella desconectó. Dejó de escuchar sus excusas que ya caían en cascada en el reguero de sangre acuosa que se había convertido su cerebro. Y murió de pie, como los árboles, aguantando la sonrisa y diciéndole que no se preocupara, que hiciera lo que tuviera que hacer, que iba a dar un paseo y que después volvería. Que no se preocupara, que no conocía la ciudad y qué mejor momento para dar una vuelta. Que no pasaba nada, que no se preocupara. Sí. Una media hora. Vale. Y se cerró la puerta.
Siempre llevaba un pequeñísimo botiquín en el bolsillo exterior de la maleta. Una manía. La había sacado en alguna ocasión del apuro de cortarse la yema del dedo con cualquier saliente, con el afiladísimo filo de un documento. Gajes de secretaria. Desde que el año pasado en aquel viaje a Loira se quemó sin querer con el café hirviendo en la muñeca, también llevaba un rollo de esparadrapo, y gasas.
Se ató cuidadosamente la mano al asa extensible de la maleta con ruedas con todo el rollo de esparadrapo. Fuerte. Comprobó un par de veces que no se soltaría con un tirón seco. Llamó al ascensor y subió los nueve pisos que le faltaban para el ático, según rezaba la leyenda del botón que coronaba aquella fila perfecta de lucecitas verdes. Con decisión, recorrió deprisa los metros que la separaban del pequeño murete exterior, y tiró con todas sus fuerzas la maleta por lo alto de la tapia del ático, lo que en su pueblo siempre se hubiera llamado azotea.