domingo, 29 de junio de 2014

Resaca


            La claridad me ha quemado unos párpados que no abriré todavía y me ha traído a la memoria, oportuna, la estrofa de una canción de Sabina: “Pero ya no era ayer, sino mañana, y un insolente sol, como un ladrón entró…por la ventana”. Anoche yo era una ola rotunda que rompía con estruendo en la playa, con risas y volteretas. No me cansaba de jugar, de acariciar con labios de arena mojada mejillas nuevas, y desvanecerme una y otra vez ante mi propia voluntad de no aceptar otra copa. Desplegadas las alas, hubiera vendido mi alma al diablo para que se parara el tiempo y seguir disfrutando la brisa del mar en la escollera de esa calle estrecha, y poder beberme más cervezas. El mar. Una de mis obsesiones justas. El mar es ahora la cama, tal se mueve, como si me mecieran, flotando y desmadejada, las olas; y el estómago un puro pozo de espuma y sal; y la sed, eterna. El sudor me inunda la canal del pecho y me hierve la frente, aunque aún tenga las entrañas de piel de gallina del frío de madrugada. Me asaltan de repente los flashes de la noche, las caras a cámara lenta, las risas, el olor a salitre del bar y la pena : la luna, las mareas, la locura. El bamboleo de unos tacones demasiado altos y una sensación seca de abandono, que me deja la lengua aún más pegada al paladar, el amargo sabor a hierro del remordimiento y el estómago bocarriba. Intento moverme pero ya no soy ola, ahora solo soy ballena varada en la playa.
          Cuando logre despertar pasaré el día en ese estado semiconsciente y melancólico del que ha perdido el rumbo para siempre. Cómo he podido, otra vez, jugar a ser ola, dejarme inundar por la cresta descascarada del placer del olvido. Pero hasta que ese tiempo llegue, no voy a nadar a contracorriente, yo, que cuando quiero esconderme, vuelvo al mar, solo tengo que abandonar mi cuerpo arrastrado por la resaca, y me dejo soñar:


        Leonard tiene un sueño profundo. Nada puede despertarlo una vez que respira hondo dos veces y balbucea algo ininteligible a eso de las doce. Yo me levanto dos veces por semana sigilosamente sobre la una y poco, le doy un beso en la frente, y me voy a amar a Rony, que tiene diez años menos y vive al final del corredor. Siempre vuelvo antes de las tres y me meto en la cama con cuidado. Leonard suele darse la vuelta y abrazarme nada más intuye mi cuerpo cerca.
      Cuando Leonard me contó que había soñado un par de veces que una dama preciosa se le acercaba a la cama en mitad de la noche, le daba un beso en la frente y salía de la habitación hacia el corredor, pensé que debía extremar las precauciones.Por algún motivo Leonard andaba más inquieto de lo normal y seguramente se habría medio despertado al darle el beso. Descarté los besos a partir de aquel momento, pero no podía evitar seguir visitando a mi amante, así que procuré hacerlo de la manera más silenciosa posible, y además de la ropa, también me dejaba los zapatos.
          Como desde el día que me contó lo del sueño no hacía otra cosa que pensar si en realidad Leonard sospechaba algo, hace unos días, en el desayuno, le pregunté como quién no quiere la cosa, qué había sido de la dama de sus sueños.
          —Ahora la dama va descalza—me contestó tranquilamente— y hace algún tiempo que ya no me besa la frente. 
          A mí se me cruzó un nudo en la garganta que tuve que digerir con un sorbo de leche un poco más grande de lo habitual. Estaba claro que Leonard lo sabía, y me preparé para escuchar mi sentencia. Sin embargo, lo que se me instaló fue un escalofrío eterno a la altura de la nunca, cuando le escuché continuar:
         —Te has puesto lívida, mujer, no te pongas así. Quédate tranquila. Es Gabriella, una hermosa pelirroja que vivió en esta misma casa hace unos trescientos años, cuando en la planta del edificio había un Lazareto, ¿te acuerdas que lo oímos en las noticias? Ella era enfermera. Ya no me besa la frente porque no se despide, sino que se queda conmigo mientras tú no estás, pero no te preocupes, siempre se marcha justo antes de que tú llegues.




domingo, 15 de junio de 2014

Almas

                  Tuve suerte. Esta vez, a quien quiera que le tocara repartir las almas, hizo bien su trabajo. La segunda mitad europea del siglo XX no estaba mal, y el Sur de un país como este no resultó la peor elección. Me mandó a un sitio peculiar, eso sí, y me tocó cuerpo de mujer, que no era precisamente lo que menos sufrimiento podía causarme, pero en compensación, me dio la Luz. 
             La Luz, sin la que no se ven las sombras. Ese regalo divino y envenenado del que nunca puedes zafarte. Un privilegio hermoso y un desasosiego constante. El destello de brillo en el ojo, la sonrisa de anticipación del placer. Qué distinto hubiese sido todo si no la tuvieras. Pero esa luz también lleva una condena: la amargura eterna que supone no poder olvidar lo suficiente.  

               DOÑA ISABEL
            
            No tuvo que verlo más que un par de veces para comprender cuánto iba a dolerle, pero tampoco quiso hacer nada para separarse de él. Ahora, desde la distancia, Isabelita Cela no sabía muy bien dónde en su interior había ido a parar aquella adolescente que se derramaba en la manos de Paul Beltrán todas las veces que él quisiera, sin solución. Sin embargo, y a pesar de que el matrimonio ventajoso con Rafael hacía que ahora fuera Doña Isabel , y de que por nada del mundo encendería aquellos fuegos de antaño, ni catorce años de aeropuertos y viajes, ni todos los cuerpos que hubiera visto desde entonces le habían hecho olvidar el suyo.
         Sabía que no estaba muerto por la casualidad que había supuesto que alguien mencionara su nombre en una cena, y porque aún la acechaba en sueños. No podía ser que alguien que ya no estuviera entre los vivos la amara aún con ese ímpetu en las noches de calor ciego.
          Desde que había llegado a esta ciudad tenía la sensación extraña de que iba a encontrárselo en cada esquina, y se le erizaba el vello del cogote cuando creía intuirlo unos pasos detrás. No sabía bien por qué después de tantos años su nombre se le venía al pensamiento con tanta frecuencia, y los flashes de aquellos años la asaltaban ahora sin remedio en medio de cualquier cosa. Todos, hasta el episodio que le dejó moratones de meses y la sed por siempre de no volver a verlo. Sería la edad -se decía-. Dicen que al pasar el tiempo uno se da la vuelta, y empieza a recordar hasta lo más recóndito de su memoria. Eso, o que iba a ser verdad lo de las almas. Fuera o no, lo que era seguro es que si había vuelto, esta vez era para matarla.

domingo, 1 de junio de 2014

Rabia

       No consigo dominar la rabia. Esa rabia contenida de la que me hablaba el psicólogo que disfruta con Poe.      
          Lo intenté con el yoga. Lo he intentado con gimnasios, bailes, kárate, taichí, drogas. Nada. Tras largos períodos en los que parezco en calma, dócil, domesticada, la rabia vuelve a surgir, tenaz, implacable.
          Con la rabia no se nace. Esa cólera es inoculada. Es un virus silente, ciego. La herida, al principio, ni la notas.  Ni sabes que la llevas dentro.
          Es solo mirando hacia atrás cuando la ves. Cuando observas un delirio hiperactivo, cuando respiras la ansiedad, cuando no hay otra salida que la violencia. Entonces, y solo entonces, es cuando abominas de las aguas mansas, y solo te quedan ganas de atacar, morder y destrozar. Cuando nunca te sangrarán los nudillos lo suficiente como para saciarte.
          No hay guerrero tan  fuerte. Santa Quiteria me ampare: No hay cura para este mal.      
             Otro botón de muestra:


                     MUERTO
       
                 - Ana, D. Miguel ha muerto.
            Al otro lado del teléfono la voz de su madre suena rota, compungida de dolor. Apenas parece la suya, ahogada en lágrimas como tiene la garganta. Le cuenta que ha sido en la noche, sin dolor, Gracias a Dios.
         - Niña, tú sabes D. Miguel fue el mejor señor que podíamos tener, no sé que hubiera sido de nosotros sin él. Qué pena, qué pena , Dios mío, ¿por qué siempre se van los mejores? Por supuesto que todo está dispuesto para que puedas venir al entierro. Con lo que él te quería, que te dejaba estar en la casa grande como si fueras otra más de sus hijas, y cómo le gustaba que le leyeras. Que Dios lo tenga en su Santa Gloria. Es lo menos que puedes hacer. La señorita Elisa ya me ha dicho que te va a hacer una transferencia para que puedas comprar el billete.
             Ana cierra los ojos y visualiza con desgana el aeropuerto, el avión,  el entierro, el pueblo.
           - Claro que sí, mamá, ahora mismo me pongo y busco el primer vuelo. Dame el móvil  de Elisa. Quédate tranquila, que llegaré a tiempo.
            No hay un gesto de dolor. Solo  un atisbo de tristeza, una mueca de asco por no haber tenido nunca suficiente valor para haber matado al puto viejo con sus propias manos, mientras le repetía  al oído:
             - No te muevas. Y no vayas a contárselo a nadie.