miércoles, 2 de abril de 2014

Sonrisas

       Pese a lo que pueda parecer, por mis recientes muestras de capacidad pulmonar en profundidades abisales, a  mí me encanta reírme. Y me río sano y bien. Tengo una sonrisa de esas pícaras para las ocasiones en que se precisa discreción e ironía, pero a mí como me gusta reírme es a carcajadas, con las lágrimas rodando por la cara y sin medida. Eso de no tener medida para sentir es algo que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Un inconveniente es que cuando se trata de algo malo, también se vive intensamente, como si no hubiera salida de los abismos, como  si no existiera nada más que ese frío que te ocupa. Una ventaja es que puedes darle la vuelta a cualquier cosa y reírte de lo que menos se piensa, no necesitas demasiado para que te asome la sonrisa, y a veces vas como a dos metros del suelo, con una risita por fuera de cosas que solo tú ves por dentro. A veces no hay otra arma más eficaz contra la realidad diaria.
          
          Apartémonos hoy un poco del negro, que ya ha llegado la primavera, con todo su peso en alteraciones varias, y otro día hablamos de ciclotimias.

DEPORTES DE RIESGO

          Cuando me lesioné la espalda el verano pasado  y no podía mover el cuello sin que una especie de puñal se me clavara a la altura del omóplato izquierdo, y dado mi absoluto rechazo a medicarme a las primeras de turno, pensé en la Fisioterapia. Consulté con los amigos, y todos coincidían en que lo más seguro es que me aliviara  un tratamiento de ese tipo, pero lo malo era  que los que lo habían probado decían que dolía bastante mientras te trataban. Arriesgándome, empujada  por el  horrible dolor que sentía, y no sin antes darle más de una vuelta, decidí visitar un centro especializado.
      Una vez disipadas todas las dudas sobre mi historial médico y de explicar puntualmente la causa de mi lesión en la consulta, me tumbé en la camilla. Durante casi tres cuartos de hora, y en silencio, unos brazos fuertes me colocaron en posturas imposibles, me retorcieron y crujieron casi todos los huesos del cuerpo, me tocaron el interior de las muñecas, el vientre, las axilas, la mandíbula, el cuello y los pies. Estaba tan admirada de la destreza, de la delicadeza con que manipulaban cada coyuntura, cada músculo, de la presión justa que imprimían en cada gesto esas manos, que no me resistí en ningún momento. No podía entender como algunos habían osado comentarme que tuviera cuidado, que iba sentir dolor.
          No sé si fue que la camilla estaba justo debajo de un ventanal por el que entraba una luz espléndida y que podía entrever las pocas veces que abría los ojos, la suave música de fondo, o  los aceites que iban aplicándome en la piel, lo cierto es que para cuando algo rozó por casualidad mi nariz en una de las posturas, y pude oler el perfume que emanaba esa piel, yo ya me había abandonado.
        No recuerdo haber oído un “túmbate boca abajo ahora, por favor”, pero cuando tenía clavada en la frente y en el mentón la abertura de la camilla, y me desabrocharon el sujetador para poder amasar con libertad la parte alta de mi espalda, abrí la boca desesperada, y cerré con fuerza la garganta para intentar ahogar un gemido de placer sin mucho éxito, al tiempo que contraía con fruición todos mis músculos conocidos de cintura para abajo. Suerte que en estos trances terapéuticos, el quejido contenido es frecuente, sobre todo cuando la lesión es dolorosa. No hubo ningún comentario al respecto, ni siquiera sobre la absoluta relajación en la que me sumergí durante unos instantes, y yo me sentí en la gloria. Me despedí con agradecimiento sincero y augurando no volver en mucho tiempo. 
         Un mes más tarde volví a sentir el pinchazo inequívoco debajo del  omóplato izquierdo. Esta vez, con un episodio agudo, tuve que dirigirme de urgencias al médico. El doctor me recetó  un relajante muscular muy efectivo que paliaría el dolor unos días, pero que no me curaría. Además me aseguró que, lo tomara o no, muy probablemente estos episodios se repetirían en el tiempo, pudiendo retrasarlos únicamente si me pasaba por la consulta de un buen fisioterapeuta con cierta periodicidad.
          Casi le doy dos besos de alegría, pero me contuve. Supongo que no habría entendido por qué, mientras me comunicaba que mi lesión tenía tintes de ser crónica, yo sonreía de oreja a oreja. Era divertido pensar la cara que habría puesto si le hubiera explicado que llevaba ya algunos días dándole vueltas a si sería demasiado doloroso arrojarme a toda velocidad con tacones por la rampa del supermercado, simulando que llevaba mucha prisa, para ver si me torcía un tobillo, o si merecía la pena pagar la carísima cuota del gimnasio de mi barrio con la esperanza de provocarme algún daño haciendo pesas. Lo que fuera con tal de volver a la consulta de Fisioterapia y poder sentir otra vez esas manos sobre mi cuerpo, lo que fuera por tumbarme en esa camilla durante algunas sesiones más. Luego, si mejoraba, siempre podía empezar a salir correr cada tarde, o a practicar algún deporte de riesgo.  

4 comentarios:

  1. Marcos Martínez3 de abril de 2014, 9:30

    El día amanece gris, lluvioso. El ánimo se contagia irremediablemente . Abro la ventana de la terapia opuscular y, ahí está. Las palabras se muestran brillantes, alegres, primaverales. Sólo queda agradecer tan maravilloso regalo.
    Muchas gracias Mila. Me quedo sumergido en esta espiral infinita de impaciencia por la próxima terapia.

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    1. El regalo es que lo leas,Marcos. La espiral es un extra,tus palabras también. Gracias.

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  2. Este relato sí que huele a primavera, Mila; tiene luz y color; pero me gustas más cuando te pones oscura. Y eso que tu risa es encantadora. Nos vemos en la próxima!!

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    1. Gracias Katia. Tiene que haber luz para que sepamos lo que es la oscuridad. Es curioso como sin embargo las tinieblas siempren os parecen más atrayentes, mas facinantes y embriagadoras.

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