domingo, 7 de septiembre de 2014

La maldición de la tibieza



"Todos los placeres de la vida ni son propios de todos los tiempos, ni de todas las edades y lugares; pero las letras son el alimento de la juventud y la alegría de la vejez; ellas nos suministran brillantez en la prosperidad y sirven de recurso y consuelo en la adversidad"- Cicerón.

   Ser hija de padres viejos no sólo te confía, según la sabiduría popular, la facultad de caerte una y otra vez y pasarte media infancia llena de postillas, arañazos y puntos en la cabeza, sino que te reviste enseguida con un halo de bicho raro, como si hubieras nacido de milagro. Llamarse así remata la faena. La convivencia cercana con la senectud y la muerte te baña sin remedio con la pátina de lo transitorio. Lo presente y relativo arrasa pronto con lo permanente y eterno.

     Admiro a todos y cada uno de aquellos que pronto supieron a qué vinieron a este mundo, cuál era su misión divina, y que esta era, además, la correcta. Miro hacia arriba cuando se trata de próceres, iluminados y combatientes. Yo, a estas alturas, he perdido la Fe: normalmente me debato entre el ombligo y las témporas. La certidumbre se me resiste. Milito incontestablemente en las listas de la duda, me gusta mirar las cosas desde los lados opuestos, en ocasiones a la vez. No me sacia el absoluto.

    Encajo los golpes mejor que los doy. Llegado el momento he rehusado también asestarlos. Girar la cabeza y mirar hacia otro lado me resulta más reconfortante a largo plazo, lo malo es que tal y como está el mundo eso me sitúa al frente del pelotón de los cobardes. Lo terrible es que no me preocupa. 

        Solo hay un refugio cierto donde esconder la mácula de tanta tibieza. 


CULPA

        Había llegado a casa del entierro y no hacía ni tres minutos que había parado de llorar fingidamente. Tras horas de desconsuelo acérrimo, tenía los ojos hinchados y pequeños, inmensamente verdes por el poder de las lágrimas, cierta carraspera en la garganta de aguantar el frío y la lluvia mientras metían el ataúd en el nicho, y el pelo todavía goteando sobre la frente.

     Se quitó el luto obligado de la ceremonia, se dio una ducha, bajó al salón, y tras despedirse de los familiares con promesas de ir a verlos todo lo posible y asegurar docenas de veces que estaría bien sola, se preparó un té y se sentó a la luz de un septiembre líquido que lo inundaba todo por los ventanales.

      Abrió con serenidad el libro y continuó leyendo, y ni por un instante recordó el momento de hacía dos noches, cuando tuvo la oportunidad y sin ninguna piedad le cambió las pastillas que él debía tomar por las que ella había ido acumulando con meticulosidad tratamiento tras tratamiento desde que supo que por fin iba a hacerlo. De madrugada llegó el infarto.

    Otra cualquiera, hubiera cogido el cuchillo, y levantándose la manga del jersey, se hubiera hecho algunos cortes visibles, de la muñeca hacia arriba.

4 comentarios:

  1. Mila, tu Terapia me hipnotiza, me cautiva, y para nada me provoca tibieza. De nuevo nos regalas un relato excepcional.
    Por supuesto la impaciencia esperando la próxima Terapia comenzó en cuanto acabé el último párrafo.

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    1. Marcos, cautivádome has. Se convierten tus palabras en un mantra que me hipnotiza y me lleva a la próxima. No hay tibieza en tu regalo; fuego es la impaciencia siempre. Gracias.

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  2. Tibieza, en absoluto. Esa manera tan sutil de "derramar sangre", sólo puede llevar una firma. Esperando con impaciencia la próxima cita con la terapeuta. Besos.

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    1. Querida Montse: Como siempre, son tus ojos los que no se quedan en la tibieza, sino que dan el calor que reconforta. Gracias.

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